Las viejas formas de terrorismo se han reconvertido para adaptarse al siglo XXI con el uso de Internet y las redes sociales, tanto por los radicales de extrema derecha que dicen actuar en defensa de una Europa «blanca» como por los yihadistas que hacen lo propio en nombre de Alá. Once años después de aquel 11M que estremeció Madrid, hoy el terrorismo no se entiende sin Internet. No hay que olvidar que fue precisamente en 2004 cuando se lanzó la red social Facebook. Ya entonces, el ordenador de Jamal Ahmidan, uno de los suicidas de Leganés, proporcionó a la policía información sobre las conexiones a Internet desde las que se había descargado manuales para uso de armas de fuego o fabricación de explosivos a partir de productos de fácil acceso.

Ahora, el ciberespacio se ha convertido en un campo de adoctrinamiento, reclutamiento e incluso de entrenamiento virtual, además de una fuente importante de financiación casi imposible de controlar por su carácter transnacional. Los verdaderos problemas, sin embargo, suceden cuando lo virtual se convierte en real y los lobos solitarios pasan a la acción. Las consecuencias han sacudido a toda Europa: desde Oslo con Anders Breivik hasta Francia y los atentados de París.

Los usos y costumbres asociados a Internet sirven, además, para explicar el auge de los lobos solitarios: la red permite lo que los expertos llaman una «comunicación aislada» en la que el individuo puede mantener intacto su anonimato sin dejar de relacionarse con otros conmilitones. Ese anonimato, y la impunidad que conlleva, eran impensables en los escenarios que tradicionalmente constituían la esfera política pública: el ágora griega, el senado romano o las modernas asambleas y cámaras de representación. Aquéllos son espacios eminentemente deliberativos en los que se escenifica la confrontación y el debate de ideas.

En cambio, Internet, en manos extremistas, no sirve para fomentar el intercambio de ideas, sino para alimentar la espiral del odio de unos contra otros. Es Internet lo que ha permitido que el terrorismo alcance proporciones globales y resulte difícilmente controlable. La mayoría de los reclutados a través de la red son jóvenes entre 14 y 35 años (los mayores consumidores de Internet), varones en su mayoría, con un nivel educativo diverso y, sobre todo, inmigrantes de segunda generación. Son hijos e hijas de inmigrantes que pudieron integrarse, sí, pero sin abandonar la marginalidad social, lo que les hacía especialmente vulnerables en coyunturas económicas de crisis y les condenaba al desarraigo y la desafección política. Eso explica el poder de atracción que ejercen ideologías extremistas que les ofrecen cambiar una posición social secundaria y pasiva por un rol protagonista y decididamente activo que, además, les provee de una identidad firme y sin fisuras.

Y se trata de un problema que tenemos más cerca de lo que pensamos: una cuarta parte de los terroristas yihadistas detenidos en la última década eran de la Comunitat Valenciana, donde se localizó, además, el primer campo de entrenamiento de nuestro país.