No quedan abuelos. Han desaparecido aquellas personas entrañables, de vida sosegada y talante permisivo, que daban el contrapunto a sus hijos y sabios consejos a sus nietos. Ha cambiado el concepto de abuelo, y el cambio de concepto ha traído el cambio de la especie. Ahora en lugar de abuelos hay padres duplicados; padres que lo fueron a su tiempo y que son obligados a volver a serlo; ancianos que duplican su paternidad pretérita para suplir la paternidad ninguna de sus vástagos; padres forzados; padres por segunda vez; galeotes de la paternidad que bogan, encadenados al banco del cometido ajeno, rumbo al colegio, rumbo al gimnasio, rumbo al supermercado, rumbo a la farmacia y rumbo a la guardería; sufridos repadres con la semana saturada y el fin de semana rebosante de mocos y babas, de cacas y rabietas, de tiras y aflojas, de duchas y coladas, de cenas y estrépitos: de tareas enervantes por extemporáneas; padres facsímiles que, paradójicamente, son más antiguos que los padres originales y, por tanto, menos resistentes a la hiperactividad y a la indisciplina de los hijos de sus hijos.

Los padres originales, en medio de su obsesión por la eterna juventud, de su ceguera emperejilada y pizpireta, de su paroxismo laboral y festivo, conservan todavía un resto de juicio, un algo instintivo que les mueve a trasladar los polluelos al nido habitado más próximo; y los abuelos, achacosos pero aguerridos, deteriorados pero voluntariosos, cascados pero más duros que los eternos pimpollos en que se han convertido sus herederos, apechugan con la repetición de las reconvenciones, las nutriciones, los deberes, los juegos y los insomnios de los viejos tiempos. No hay tregua para los padres duplicados. No hay descanso. Lo suyo es a tiempo completo porque lo de sus nietos es una semiorfandad, un piar ininterrumpido y estridente que nadie acalla. Los padres huyen; y los abuelos, que quisieran ejercer su presente, han de repetir su pasado.