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Después de lo acaecido en las elecciones andaluzas, el PP se abre al entendimiento con todas las opciones que no cuestionen el sistema. El motivo aparente es gestionar una mayoría que les garantice los cargos a que aspiran, pero la intención oculta es la de las sirenas que intentaron el naufragio del rey de Ítaca. La titularidad de la derecha no admite intrusos y su supervivencia pasa por abducir y desacreditar las variables ascendentes que les robaron gran parte de los diecisiete escaños perdidos en el Parlamento andaluz. Madrid es ahora el objetivo nuclear del joven líder catalán de Ciudadanos.

Claro está que en La Odisea fue Ulises el ganador. Pero nos lo ha enseñado un pobre rapsoda ciego del que las nuevas sirenas saben más bien poco. Porque en lectura actual, lo de Andalucía imprime a las previsiones electorales el giro copernicano del cambio inconteni-ble, anhelado incluso por un amplio segmento conservador. Si en la percepción del común no hay identidad entre el PP y Ciudadanos, que crece con votos negados al primero, el canto tentador es estéril. Las gentes de Rivera tienen su gran oportunidad y no van a malbaratarla en pactos dominados por la prisa de tocar poder.

Abrirse a todas las opciones sistémicas es una llamada que no excluye a IU (bien testado en Extremadura) ni al mismo PSOE. La gran coalición sigue viva en los cálculos de la derecha, aunque no sea el momento de especificarlo cuando la voluntad de apoyar la lista más votada se ha desvirtuado tras la sorpresa andaluza al exigir un compromiso análogo, y por escrito, de la otra parte. Y es falso que la corrupción no influya en el voto. Lo probable es que tal vez tenga razón el catedrático de Derecho Administrativo Andrés Betancor, cuando analiza las diferencias entre la corrupción que prima el lucro de las personas, como fue la conservadora, y la que beneficia primordialmente al partido o el sindicato, como ha sido la la del socialismo andaluz. De que no son la misma cosa nos ilustra el triunfo de Susana Díaz.

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