Ahora hemos comprobado lo que ya sabíamos. Hay otro modo de gestionar una catástrofe aérea. Se puede hacer de una manera próxima, transparente, cercana a las víctimas, compartiendo sus estados de ánimo. Acompañando, explicando, apoyando, e incluso reconociendo dudas y errores.

Federico Trillo, personaje oscuro de la política por su manera nefasta de tratar el accidente del Yak42, debería ser condenado al ostracismo total, al sonrojo permanente y a pedir perdón mil veces y mil más a todos los que ha humillado con su prepotencia infinita. Justo ahora que se sienta en el banquillo, mira por dónde. Y lo hace por un presunto abuso de poder sobre una subordinada (qué palabra más triste) que osó dirigirse a él, sin pasar por los trámites y vericuetos previos.

Ya ven, de pronto los banquillos ya no son el sitio para los reservas de un equipo de fútbol, sino antesalas repletas de trajes y corbatas esperando el veredicto de la sociedad sobre «actuaciones impropias», es decir sobre presuntas barbaridades y abusos, para entendernos. Los acusados siempre están ansiosos por declarar para demostrar su hipotética inocencia, pero cuando el juez les llama, entonces se acogen a su derecho a no declarar y obstaculizan todo lo que pueden para dilatar el tiempo y la memoria.

Pero, ya ven, ha bastado una sencilla rueda de prensa del fiscal de Marsella para poner en evidencia las torpezas de otros. Una explicación adecuada ha merecido el reconocimiento de los afectados que, desde el dolor reciente a flor de piel, le agradecen su manera de ser y estar que consuela no inconsolable. Mientras, el Gobierno español indultó a los condenados por el Supremo por todas las irregularidades cometidas en ese accidente del Yak42.

Es la cara y la cruz de una moneda, basta asomarse al balcón de los Pirineos para encontrar la diferencia entre una gestión razonable del desastre y los despropósitos de quien se cree dueño y señor de todo. Ojalá los vientos nuevos ahuyenten a estos personajillos y nos devuelvan lo que es nuestro. Y que sea pronto.