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El copiloto loco y la confianza

El repertorio de causas y concausas de los siniestros aéreos se ha añadido el más insólito e injustificable. Un copiloto con antecedentes psiquiátricos, bajas laborales por depresiones y neurosis, megalómano y a la vez aquejado de impulsos suicidas, es un copiloto loco. Le bastó un instante a los mandos del avión para decidir la muerte de 150 pasajeros y tripulantes. ¿Quién y cómo podría explicar semejante dejación? Estremece el solo hecho de que haya podido producirse, y mucho más el temor de que se reproduzca. En esta clase de desdichas, el fallo humano se hacía cada vez más improbable por la sofisticación de los autómatas en todas o casi todas las fases de la navegación aérea. Pero se ha producido por una perturbación mental que saboteó los mecanismos de seguridad en los pocos minutos cedidos a la confluencia del delirio con la ocasión de realizarlo.

Esa perturbación acumulaba síntomas bastantes como para impedir de manera inapelable la continuidad operativa del perturbado. No se hizo y la responsabilidad es inmensa, mucho más allá de las indemnizaciones a que dé lugar. No es de razón que los controles técnicos, exahustivos y frecuentes, sean inermes ante la sinrazón humana. Los controles del pasaje, cada vez más exigentes e incómodos, han reducido felizmente los atentados y secuestros en vuelo. La catástrofe en los Alpes pone de manifiesto que el control exterior de los usuarios no excluye el riesgo si no va en paralelo con la idoneidad mental de los tripulantes. El hecho es excepcional, acaso el primero de su nauraleza, pero la dolorosa realidad demuestra que no es descartable. Los organismos competentes habrán de establecer, con todas las pruebas científicas, el grado de negligencia deducible de este trágico descontrol.

Lo que ya está fuera de toda posibilidad es recuperar las vidas perdidas. Por mucho que la estadística evalúe los accidentes aéreos como los menos causantes de pérdidas humanas, volar es hoy absolutamente impresincidible para que el mundo funcione sobre mínimos de racionalidad. Los millones de ciudadanos que lo hacen sin más alternativa merecen una reacción global y definitiva sobre condiciones de seguridad. Dos, tres, o los tripulantes cuya presencia constante exijan los mandos, es un camino, pero no el único. Lo fundamental es testar con la frecuencia que sea menester la salud mental de los profesionales, no como flash aislado, sino con base en su historial clínico y sus rasgos conductuales. Todos, o la inmensa mayoría, podrán atestiguar su idoneidad. Pero las compañías, caras o baratas, deben desde ahora al usuario el mayor rigor en la gestión de su confianza.

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