En Estados Unidos, a los think tanks de los diversos sectores sociales se les confía la suerte de las batallas de vanguardia. Cuerpos de elite de la inteligencia social, están bien identificados y entrenados, financiados y reclutados, pagados y promovidos, porque todo el mundo sabe que ganar la batalla de las ideas es tener la guerra entera vencida. Lo demás ya vendrá por sí solo. En verdad, esta forma de luchar requiere algo decisivo, lo que podemos llamar un ritmo. Se trata de un manejo peculiar del tiempo. Estas batallas de ideas hay que darlas con antelación. Eso significa que, cuando se aplican a las decisiones políticas concretas, las ideas vencedoras ya se han convertido en inteligencia general y los hombres que las aplican ni siquiera saben el nombre de los luchadores de antaño. Todo sumado, hay que hacer cálculos estratégicos adecuados. Mientras los discípulos europeos de Gramsci se dejan los ojos leyendo sus obras para darnos interpretaciones adecuadas, las elites americanas realizan su doctrina con eficacia y desparpajo. Primero identifican el núcleo teórico de lo que quieren demoler. Luego se lanzan a la batalla de las ideas con decisión. Para los verdaderos directores de la campaña no importa que las consecuencias de la victoria „eso que en los manuales de alférez provisional se llamaba «explotación del éxito»„ se apliquen veinte años después. Es lógico que esos think tanks surjan en USA. Si algo tienen las potencias imperiales es el control del tiempo.

La guerra de ideas de las que ahora vivimos comenzó hacia los años 70 y tuvo varios frentes simultáneos. En esos años se inició lo que andando el tiempo sería el Tea Party. Su nombre procede de los rebeldes de Boston, que arrojaron los cargamentos de té al mar en protesta por los impuestos con los que la metrópolis inglesa cargaba a los sufridos colonos. El nombre es muy significativo. De la misma manera que los patriotas fundadores emprendieron una guerra contra Inglaterra y el Parlamento de Londres, así los nuevos patriotas emprendían una guerra para independizarse del propio Gobierno, los burócratas de Washington. Nosotros tendemos a pensar que el Tea Party es un asunto que emerge en 2009. Pero nada más lejos de la verdad. Los famosos hermanos Koch y los grupos Americans for Prosperity o Citizens for a Sound Economy se nutren de activistas que vienen de muy lejos. En algún sitio, Al Gore escribió en 2013, en un artículo que hacía referencia a la «falsa espontaneidad» de Tea Party, que las conexiones que hay que buscar para entender este movimiento son las que se dieron entre los market fundamentalists y la industria del tabaco en los años 70, que se concitaron en el memorándum que presentó esta industria para defender más poder político para las corporaciones. La estrategia del Tea Party no es sino una variación de aquella política. Hoy como ayer se busca promover el beneficio privado a expensas de los bienes públicos.

Como es natural, la principal evidencia a favor de esta agenda era la inmensa deuda pública contraída por USA en la sucesión de guerras asiáticas. No era una deuda pública debida sobre todo al estado del bienestar, pues la versión americana del mismo no afectaba, como sabemos, a la salud pública ni a las pensiones. La deuda tenía que ver con el gasto de política militar, que desde luego aquellos activistas no deseaban reducir, ni entonces ni ahora. Así, se llevó a Estados Unidos a una situación endiablada: se producía una deuda pública por la política militar insensata, que luego se intentaba contrarrestar disminuyendo todo gasto público. La presión para eliminar el Estado cuanto fuera posible, la causaban los mismos actores que aumentaban esa deuda con su política militar. Así siempre ganaban. Económicamente, porque los contratos de la industria de seguridad era la mejor manera de transferir recursos públicos a manos privadas; pero también políticamente, porque siempre había deuda pública insoportable que disminuir. Así se llegaba a lo que Ackerman llamó «república imperial» militarista. Tenemos aquí una estructura, no una casualidad. Un dispositivo, no una crisis. Este tipo de resultados es el que define una victoria en la guerra de las ideas. Desemboca en situaciones en las que el enemigo no puede ganar. Nadie ve en realidad posible que la deuda pública aumente todavía más en programas sociales porque su margen de flexibilidad ya está agotado por la política militar. Ha sucedido lo mismo que con la crisis que hemos conocido nosotros. Aquí el equivalente a la política militar insensata fue la política económica de destrucción masiva. En uno y otro caso, aquéllos que provocaron la catástrofe han logrado mejorar todas las posiciones que tenían antes de que estallara. Han puesto de rodillas a los Estados, han humillado a los que pensaban que tenían posiciones sociales seguras, han movilizado poblaciones a sus lugares de origen, han desestructurado democracias, desesperado a minorías marginadas, socavado valores y mentalidades; han hecho más débiles a las sociedades y más expuestas al riesgo, y eso significará siempre más sometidas a su capacidad de presión y dependencia. Sólo a quien ha realizado las correspondientes genuflexiones, se le presta dinero. La capacidad de coacción es permanente: se puede subir el interés de la deuda y asfixiar cualquier economía.

Pero donde más claro se ve la victoria de las ideas es en el manejo del tiempo y sus conceptos. Si miramos todos los comunicadores, periódicos, líderes de opinión y políticos, la palabra que más identifica el tiempo presente es la de crisis. Pero es cada día más evidente que no se trata de crisis sino de un nuevo sistema. Una crisis es una transición, un accidente en un organismo, una fatalidad de la naturaleza, un estado transitorio. Pero no estamos en eso. Estamos ante una nueva estructura social estable, políticamente decidida, que nos estamos comiendo poco a poco, a la que nos estamos habituando mientras mantenemos las expectativas de regresar a los viejos tiempos. Las ventajas que se obtienen de esta victoria semántica son inapreciables.

Ante todo, respecto de los actores responsables. La crisis se suele pensar como algo involuntario, un defecto imprevisto en el funcionamiento sistémico o algo inevitable, dada la naturaleza de las cosas. Así, la voluntariedad y la teleología de la agenda quedan ocultas. Todos los actores aparecen como víctimas, incluso aquéllos que son instigadores. Pero del lado de las víctimas se logra algo todavía más importante, que afecta a su mentalidad y a su inteligencia. Primero, se logra que ni siquiera se enteren de que han sido derrotadas. Eso es importante para vivir en la ilusión que finalmente permite seguir confiando en los culpables. Desconocer la realidad es la clave de todas las derrotas, desde luego la fundamental. Así se impide que alguien tenga capacidad de reflexión, y ante todo se lo aleja de saber cómo y por qué ha perdido una guerra. Segundo, se le impide identificar la nueva situación en su peculiaridad y en su lógica, y así es imposible reaccionar ante ella con garantías. Tercero, el ignorante ni siquiera sabe apreciar las propias posiciones y por qué se han tornado viejas. Se intensifica así la índole intelectual de la derrota, un rasgo fundamental para que sea duradera. Todos estos síntomas son los que caracterizan el presente del pensamiento emancipador, que hasta ahora había iluminado los combates históricos durante los dos últimos siglos.

Hay muchas preguntas en el aire, desde luego, acerca de las cuales no se puede dar un diagnóstico apresurado. En su más profunda base, tienen que ver con el nuevo Nomos de la Tierra y las posiciones de los actores relevantes en él. Ante nosotros la realidad se mueve en la superficie: la lucha por el Ártico, las fronteras de Rusia, la influencia de China en África y en América del Sur, la definición del espacio chií y sunita y sus aliados mundiales, el papel de Europa. Esa es una batalla real. Lo que necesitamos identificar es la manera en que se lucha en ella, la manera en que lo hace USA y la forma en que Europa debe posicionarse. Ahí es donde la lucha de los republicanos y los demócratas americanos es sustantiva y decisiva. Allí no se habla de crisis. Se habla de cómo determinar un escenario de largo alcance. Ahí es donde Obama todavía ha desplegado el reflejo de fortalecer con mesura los servicios públicos y de limitar el gasto de intervención militar, generando un espacio mundial capaz de desactivar la militancia creciente de chiísmo a cambio del reconocimiento de Irán como potencia.

¿Cuál es la clave de esta nueva batalla interna en USA? ¿Qué se esconde detrás de esta voluntad de contener la deuda pública social? ¿Qué posición subyace a esta consigna? ¿Por qué es tan dura y tan rigurosa, tan inflexible y tan imponente? Desde luego por la inseguridad general acerca del futuro. Sólo la intervención militar continua mejora la industria del sector de igual forma. Eso sugiere la necesidad de reforzar con poder militar las realidades económicas y al mismo tiempo no regresar a una agenda proteccionista en lo comercial, una línea roja tras las que no se puede regresar, pero que tampoco determina lo que va a venir. En todo caso, debemos abandonar la semántica de la crisis. Vamos hacia un mundo nuevo. No regresamos a ninguna parte, y menos a una zona de estabilidad. Si queremos pensar un camino emancipador, antes tendremos que identificar la batalla y las posiciones de la agenda contraria. Sólo así innovaremos con ideas sociales adecuadas. La semántica de la crisis nos ata a un paradigma al que no regresaremos. He ahí un tema para un think tanks.