Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Cocina y amén

Cuando los niños Mauro y Martina desfilaron por el patio de butacas del abarrotado teatro Romea de Murcia durante la gala de clausura del FesTVal, el público los aplaudió como si fueran actores de la serie más vista. Pero no. Mauro y Martina son, sólo, concursantes de MasterChef Junior 2. ¿Sólo? Los niños alcanzaron el escenario para hacer el número previsto junto al presentador, Luis Larrodera, y el cocinero murciano González-Conejero. Hicieron el paripé de cocinar una torta de chicharrones, delicia que parece dura y resulta ser un dulce con sabor a canela. Hace años este numerito no se hubiera producido porque nadie aplaudiría a dos críos que no hubieran pasado por los platós que buscan talentos musicales o cualquier otra aberración alimentada en los despachos sin alma con la febril colaboración de los papás, dispuestos a todo con tal de ganar el futuro, incluso negando el presente infantil de sus vástagos. Pero hoy sí. La cocina y sus circunstancias se han convertido en espectáculo. Así es desde hace varias temporadas. Antes, la cosa de los fogones era cosa de Karlos Arguiñano y sus colegas, que poblaron cada emisora con espacios en donde el cocinero, con más o menos gracia, elaboraba un plato para que tú lo hicieras en casa. Pero llegó a La 1 MasterChef y lo cambió todo. Fue un auténtico bombazo. De audiencia. De audacia. De entretenimiento fino y elegante. El público y la crítica coincidieron. MasterChef es un concurso para descubrir al mejor cocinero, pero no sólo eso. MasterChef crea valores, apuesta por el esfuerzo personal, por el trabajo en equipo, ensalza la comida sana, respeta la tradición culinaria de abuelas y mamás, y da un paso más para mejorar esas delicias.

Atrae o repele. El martes empezó la tercera temporada del programa, que mantiene a su jurado habitual. Pepe Rodríguez, la voz cantante y el ogro venido a menos pero llegado a más en empatía y credibilidad, Samanta Vallejo-Nájera, que se mantiene en un lugar que parece frío pero vas descubriendo una implicación sentimental muy notable, y Jordi Cruz, el niño de los huevos de oro que a veces saca una vena guerrera y seca que te deja patidifuso. Lo hacen bien. La elegante puesta en escena, el sabio montaje, los exteriores que airean el sofoco del plató, la llegada de invitados a la mesa, las pruebas, el discreto reflejo de las relaciones personales, que jamás llega a la vulgaridad del trato que da Telecinco a este tipo de convivencias, y ver desde casa cómo ese aspirante a mejor cocinero va creciendo hacen que aunque no tengas alma de chef lo veas sin prevenciones. Antena 3 sacó un gemelo, Top Chef, que, apostando por la misma idea, tiene un matiz. Importa mucho la selección de aspirantes porque en Top Chef hacen de las relaciones personales materia de programa. No es lo fundamental, pero importa, es parte del espectáculo „recuérdese en la pasada edición la trifulca, de mal gusto a veces, entre el valenciano engreído y maniático Carlos Medina y el catalán engreído y maniático Marc Joli„. También Top Chef tiene el apoyo del público. El tirón popular de Alberto Chicote, cabeza visible del jurado, con Susi Díez y Yayo Daporta, aporta al programa una chispa personalista con dos caras, o te atrae o te repele. A este chef panzón de camisolas de colores estridentes, y que tan bien imita Berto Romero en En el aire, el nocturno de La Sexta, no sé si le dará tiempo a cocinar en su restaurante, pero viene a demostrar que la cocina y sus alrededores interesan a la audiencia en sus casi tres programas sobre ella.

¿Emplatar? Cuando Alberto Chicote visita un restaurante en su calidad de eminencia no sólo del fogón sino del negocio para presentar Pesadilla en la cocina es como viajar a la parte oscura, al lado salvaje, a la otra orilla, igual que si te pones a ver el programa de recetas Robin Food que presenta como un cascabel David de Jorge, que no le hace ascos a lo que él llama «guarrindongadas», recetas que de vez en cuando traspasan la línea de la comida equilibrada para zambullirse en el reino de la hamburguesa pecaminosa capaz de hablarle de tú al colesterol, del bocadillo gigante con pancetas y chorizos grasientos, y venderte la moto como te la vende un cura, como si te hiciera un favor. Por si fuera poco Alberto Chicote, también alrededor de la comida, terminó la semana pasada las dos entregas previstas de El precio de los alimentos en La Sexta. En dos semanas trató de explicarnos los intereses, cambalaches, sucesos, manejos, casualidades o complejas relaciones de alta política que influyen en el precio del arroz, los huevos, el pan, las patatas o el café. Este universo culinario es una explosión reciente, una especie de burbuja catódica que si revienta será por cansancio, por agotamiento. Hoy ser cocinero o, mejor, chef, tiene connotaciones que hasta hace nada no tenía. Ser chef da un toque de distinción y talento, incluso un irresistible poder de atracción sexual, como lo tiene un futbolista, guapo o feo, y si no, fíjense en David Muñoz, un treintañero de pelo rapado y cresta de gallo peleón, de culo firme y hechuras de chulo de barrio, con tres estrellas Michelín y novio de Cristina Pedroche. ¿Todo es magnífico y rosita en el mundo chef? No. ¿Desde cuándo conocen la palabra emplatar? ¿Qué nombre es ese? La RAE ha tenido que reaccionar urgida por su uso y la tiene prevista para su vigésima tercera edición. Cuando en la tele usan la palabra emplatar se le está añadiendo a la comida, al plato, un toque teatral, operístico, a veces bufonesco y, en ocasiones, altas dosis de magia y truco, pura estafa. Se sirven, señores y señoras. Los platos se sirven, no se emplatan. En casa se echa más comida o se disimulan las verduras para los niños, pero por Santa Elena Santonja, nadie emplata. Se siente, Ferrán Adrià y Cía, pero el verbo emplatar es una aberración lingüística. Y una pedantería conceptual. Y ahora, hala, como diría Paco León, cocina y amén.

Compartir el artículo

stats