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De poetísimo y oro

Dieciséis años después, 19 días y 50o barbaridades no dejan de tener sentido. Es que no han sido quinientas sino algunas más las que, al doblar el siglo, nos han visitado. Al juglar le dio tiempo a recomponer ese maltrecho saco de huesos y, con las neuronas de nuevo en condiciones, retomar el viaje por los mares de sus himnos. Tras clavar hasta la bola un rejón sentimental en el Luna Park y, a la espera de beberse a sorbos el aroma a Chavela en plaza Garibaldi, la resaca de estas horas se trastorna mediterránea. Seguidores de toda edad y condición rezan las canciones como un Ave María Purísima redentor. Qué mejor herencia que transmitir a los tuyos un sangrado tras otro en el corazón. Cierto que a quien queremos de verdad es al Nano porque es de fiar. Pero la atracción fatal por las estrofas de este canalla que inyectan vida en vena trastornan al más pintado, se vuelven irresistibles y te salen al paso ya sea junto a la señá Cibeles, frente al skyline de antenas y de cables, una estación de metro, la de Linares/Baeza o la de esta primavera de ramalazo otoñal. Valiente elemento está hecho. Hasta los ictus se han percatado de quién es el auténtico bicho. Ése que lleva un buen trecho poniéndonos el sentido del revés no es otro que, digámoslo sin que lo escuche, nuestro Zimmerman, alias Dylan, con sus gotas de Leonard a la remanguillé aunque no creo que, a pesar de su natural insolencia, nadie en su sano juicio se atreva a hacerle de menos. Es mucha la huella derramada. Tanta que, cuando se abre el cajón y salen sus letras, la Gran Vía se pinta los labios y se enfunda unos tacones por si acaso al escuálido galán le da por dirigir sus pasos hacia ella. Duende rastrero que espanta tormentas es lo que tiene meterse entre pecho y espalda la voz rota de este perro andaluz del que nunca se sabe cuánto ladrará. Pongamos, claro, que hablo de Joaquín.

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