El martes de la semana pasada participé en Madrid en un debate sobre un libro que se distribuirá pronto en España, ya se ha editado en Argentina. Se trata de El corazón americano, de Guy Sormann, conocido ensayista francés. Participaban, aparte del autor, Juan Luis Cebrián y Jorge Lago, miembro del Consejo Ciudadano de Podemos que se ocupa de los asuntos de cultura en la organización. Por mi parte, hacía de moderador, con la misión de presentar el libro y romper un poco el hielo de las discusiones. El debate fue animado y el público se mantuvo en la sala las dos horas que duró el acto.

El libro es un análisis bastante ameno de esa especificidad americana que es el don. Aunque Sormann es un liberal reconocido (lo saludó con viva efusión la exministra de Exteriores de Aznar, Ana Palacio) también es un ensayista refinado que busca llegar a un público amplio y variado. Podríamos decir que su escritura es sutilmente militante. Sabe que el antiamericanismo es el deporte nacional francés (y también español), así que tiene que ser refinado en la defensa de las realidades americanas. A fin de cuentas, Raymond Aron se cuenta entre sus maestros. Nada que ver, por tanto, con los defensores de la agenda liberal como Esperanza Aguirre. Quien no acepte que hay en Sormann una clara voluntad de comprender eso que se ha llamado filantropía americana, entonces este libro no le será útil. Se reafirmará en la idea de que el don es el intento de ocultar la mala conciencia del capitalismo y seguirá creyendo a pie juntillas que lo mejor sería que no hubiera ni capitalismo ni ricos, y así no tendría que existir el don.

Esta es la manera más estéril de encarar este fenómeno. Pero es preciso ir más allá. Comprender Estados Unidos es importante porque, como hemos visto estos días, para bien o para mal, nuestra suerte va ligada a ellos. La diferencia que se está tejiendo en el seno de ese país es de más trascendencia que ningún otro asunto mundial y nos concierne de manera directa. El mundo será mejor si la agenda del Partido Demócrata se consolida en el futuro y Hillary Clinton prolonga la espléndida época de Barack Obama. Desde cierto punto de vista, el Partido Demócrata americano juega como kathechon de la catástrofe, la vieja figura del poder que mantenía el tiempo y detenía el Apocalipsis. Por eso resulta histórica la frase de Raúl Castro del sábado en Panamá, discriminando a Obama respecto de otras figuras y época norteamericanas.

En este contexto, comprender Estados Unidos es relevante para el mundo. Y en este sentido el libro de Sormann se viene a fijar en el denominado tercer tector, ni privado ni público, ni entregado al mercado ni confiado al Estado, que mueve el 10 % del PIB americano. Lo más decisivo para entender la práctica del don en América es darnos cuenta de que es universal. No tapa la mala conciencia de los grandes capitalistas, sino que es un hábito general. Donan los empresarios y los obreros, los estudiantes y los jubilados, los brokers de Wall Street y los profesores. En realidad, el 80 % de la población dona, muchos más de los que están inscritos en el censo electoral. Lo más importante es que el bien más donado de entre todos los demás, no es el dinero. Es, sencillamente, tiempo. El recepto más habitual del don es la comunidad. Esto es muy importante. No se trata de alguna forma de contrato o de intercambio encubierto. Es una acción comunitaria, no una acción societaria. Forma parte de la estructura constante de la vida común, no de los acuerdos que tienen que ser renegociados cada vez. No es, por tanto, un intercambio de regalos, sino sencillamente un dispendio, un don, un consumo de tiempo, sin contraparte, un derroche sin ratio económica clara, un potlatch, que diría Marcel Mauss o Bataille.

Sin duda, se obtienen bienes simbólicos. Prestigio y relevancia, desde luego. Pero cuando la práctica alcanza al 80 % de la población, parece que el prestigio es algo muy generalizado y tiene que afectar a algo que puede ser democratizado. En una comunidad de granjeros el don medio distribuye prestigio medio, como a su nivel se logra en un círculo de empresarios. Ese bien sólo puede estar conectado con el reconocimiento de la ciudadanía. Y de eso se trata. Los americanos no se consideran de verdad ciudadanos, y desde luego no forman de verdad parte de la nación americana, si no donan. Desde luego los emigrantes no se consideran integrados si no entran en alguna de las redes de la donación. El bien simbólico que se alcanza es el de la ciudadanía y por eso hay muchos más practicantes del don que del voto.

¿En qué se hace reposar esta especie de obligación de donar? Recuerdo un episodio de aquella serie que preparó la época Obama, El ala oeste de la Casa Blanca. Cuando se prepara la campaña electoral para la segunda legislatura Butler, se comienza con la captación de fondos para programas representativos del ideario social del presidente. Sus inolvidables asesores reciben a un millonario dispuesto a contribuir con un programa importante. Uno de ellos le pregunta: «¿Cuál es el motivo que le lleva a hacer esto?». El millonario se queda un poco pensativo y dice: «No sé. Supongo que no parecer un maleducado que se quiere quedar con su dinero». La obligación de donar, si hemos de hacer caso a esta escena, surge de la buena educación. Es así de sencillo. Uno puede haber llegado a la educación desde la religión católica, cristiana, judía o musulmana, o sencillamente desde los valores laicos, pero en cada una de estas procedencias la buena educación implica donar. Puede que los escolares americanos sean todavía más ignorantes que los nuestros, y puede que sus aulas sean ante todo una tarea de integración, pero todos saben que donar forma parte de lo que hay que aprender.

Descubrir esto permite acercarnos a otro prejuicio sobre lo americano que Sormann cuestiona en su libro. La cultura americana, nos dice, no es individual. Ya apreció Tocqueville hace casi dos siglos, que sobre todo era comunitaria. Nuestro ensayista actual nos dice que el americano es individualista solo porque siempre está en grupo. Esto es: tiene vínculos comunitarios fuertes, y justo esos vínculos le permiten ser disidente, crítico, individualista, excéntrico. Cuando hay más donantes que votantes, apenas se puede vincular esa práctica con el liberalismo, con la voluntad de desmontar el Estado, con programas de privatización de servicios, con exigencias de disminución de impuestos. Estamos ante un hábito que está más allá de la diferencia izquierda/derecha, y nadie en América usa el donar como una coartada para no generar servicios públicos. No es extraño ver que millonarios que han reclamado de Obama que sea más duro en la instauración de la sanidad pública y que exigen mayores impuestos para los ricos, sean también grandes donantes. Estamos ante una obra supererogatoria y estas acciones son vistas como propias de una cierta perfección moral. Hay en la retrocámara un pasado puritano, desde luego. ¿Pero quién se acuerda de él?

La mejor manera de entender lo peculiar del don en América sería compararlo con el gran invento jurídico español, el único que puede compararse con la institución americana de la filantropía. Me refiero al mayorazgo, esa institución jurídica por la cual la propiedad no pueda alienarse bajo ningún concepto y ha de ser transmitida íntegra del padre al hijo mayor. Esta institución protegió el patrimonialismo español con una coraza de hierro e impidió la movilidad social con unas consecuencias que todavía hoy lamentamos. Frente a este patrimonialismo que no tiene que aumentar la riqueza porque ninguna deuda contraída pueda eliminar el patrimonio, los que usan de la institución del don entienden que «es indecente morirse rico». Hacemos mal en psicoanalizar esta actitud como efecto de no se sabe qué conciencia de culpa. Es la mejor manera de prohibirnos pensar lo positivo que encierra el gesto de donar, que ni siquiera es devolver a la comunidad lo que la comunidad nos ha dado. Creo que se trata más bien de aspirar a ser reconocidos como parte de la comunidad. Si queremos entender el genuino sentido republicano de la vida, de ese republicanismo que hace dignos a los pueblos, debemos asumir que el don también forma parte de lo que produce los vínculos que tejen lo común.