Estaba en Bogotá discutiendo una tesis „magnífica, debo decirlo, de Andrea Mejía, una joven excepcionalmente aguda y rigurosa„ sobre Hobbes y sus lectores modernos como Kelsen, Schmitt y Strauss. Cuando acabó el acto, y antes de comenzar la deliberación, abrí el whatsapp. La inquietud de la lejanía, dije a mis importantes colegas, Francisco Cortés y Rodolfo Arango, uno candidato a rector de Antioquia y el otro candidato a Senador de Colombia. Entonces leí la noticia. «¡Rato detenido!», decía escuetamente. Todavía resonaba la discusión de la tesis „¿Hobbes liberal, Hobbes autoritario?„, pero ante nuestras narices estaba el héroe del pretendido liberalismo español, detenido por fraude fiscal, blanqueo de dinero y alzamiento de bienes. Luego, en el hotel, buscando alguna cadena española, escuché a la Sra. Kichner en unas declaraciones. «Está preso el que nos decía cómo manejar la economía, el que aún se atrevía a hablar de corrupción en Argentina». ¿Cómo no agachar la cabeza?

Así me enteré de este acto, el penúltimo, de la triste historia de la España reciente, momento por una parte lleno de vergüenza, por otra de esperanza. Sí, fue un ejercicio de cinismo sin precedentes que un empresario confuso y marrullero, incapaz de cumplir con las leyes de su país, dictara las normas de lo que debían hacer los países en dificultades. Pero me hubiera gustado decirle a la Sra. Kichner que es un motivo de esperanza que España lo haya investigado, perseguido y tratado como un presunto criminal, y que haya hecho públicos los cargos para que la ciudadanía conozca una conducta intolerable. Eso es lo pedagógico, lo esperanzador. Algún día sabremos más, desde luego, y salta a la vista lo caro que ha pagado Montoro la manipulación que hizo en su día de la inspección fiscal en el caso Monedero. Ahora el Gobierno se ha tenido que comer este escándalo que multiplica por mil en pérdidas los escasos beneficios que el Gobierno obtuvo de aquel asunto.

Así hemos llegado al último acto de esta historia, que viene a ser un parto largo, prolongado, doloroso, hacia una España nueva; una historia de purificación en la que, por fin, los personajes que formaron su mentalidad, su conducta y su estilo en la España de Franco, perciben en sus carnes que viven en un país con un grado de civilización que ellos jamás desearon ni pensaron. Pues todo lo que sabemos del caso Rato viene de lejos, y supone una concepción de la forma de hacer negocios oportunista y oscura, ventajista y chapucera, que no puede prosperar si no cuenta con el botín del Estado y que sólo puede mantenerse si lo defrauda y evade sus responsabilidades. Una mentalidad, entonces, que vincula de forma inseparable política y economía, desde luego la peor herencia del franquismo, donde sólo el favor político del dictador podía ofrecer oportunidades de negocio. Es obvio que el Franquismo no creó esta práctica. Entre otras cosas, la Dictadura estaba para mantenerla y esa confusión entre lo privado y lo público, ese sentido de «Esto es nuestro», esa concepción patrimonial creada por una larga tradición, es la que comienza a desmoronarse. Con Rato se hunde una cima solo comparable a la de Urdangarín.

Los que han reclamado comprensión para personajes turbios como Pujol, Chávez y Griñán y los que, a pesar de la trama Gürtel y de lo que sabemos de Bárcenas, han insistido en el pacto PP-PSOE como solución de urgencia para el país (Felipe González es el personaje arquetípico de todas estas propuestas), son los defensores de esa vieja España que hoy tiene en Rato su emblema caduco. Pero resulta evidente que ya nada de eso que se pide es verosímil. No hay margen para las componendas. La presión de la opinión pública hace muy probable que el PP sea desalojado del poder por fuerzas con las que le será difícil pactar arreglos indecentes e intragables para la ciudadanía. Lo que está sucediendo en Andalucía es una prueba. La incapacidad del PSOE para imponer responsabilidades políticas a los anteriores presidentes de Andalucía y las declaraciones de sus dirigentes de que acompasarán sus decisiones al ritmo de los procesos judiciales, testimonia de qué lado de la línea se colocan y lo fuerte que es todavía en sus filas una comprensión de la política indigna de un país civilizado. De este modo ignoran que son los ciudadanos los jueces políticos de las conductas y que al tener mayoría de edad ya no delegan en los tribunales penales el veredicto.

¿Tan difícil de entender es este argumento? La democracia reside en que el pueblo juzga acerca de la responsabilidad política, los jueces de la penal. Hasta ahora, un defecto de sentido democrático de las cosas animaba el alma de nuestros políticos, capaces de ningunear el juicio del ciudadano. Fue así desde que nadie asumió su responsabilidad por el caso GAL, desde Banca Catalana, desde el caso Naseiro, los tres puntales que han corrompido lentamente la democracia española, hasta llegar a la situación en la que nos encontramos. Pero este sentido democrático de la política no es cosa que se aprenda a mitad de la vida. Quien no se haya formado en él, ése no puede aprenderlo, y menos desde el poder. En realidad, es un asunto complejo y difícil. Se tarda mucho en formarse y muy poco en perderse. El caso es que la única decisión correcta de la ciudadanía es que este tipo de políticos aparten sus manos del poder. Afortunadamente, hay en el país opciones para todas las mentalidades políticas, nuevas y limpias, y todas ellas manifiestan un más alto sentido del civismo y de la política democrática que el PSOE y el PP. Todos los españoles que mantienen un nivel reflexivo y crítico ya han decidido. Sólo los incondicionales, asentados en hábitos rígidos y en mentalidades miedosas, votarán por la vieja España.

Las únicas razones que se han dado para mantener el voto al PP fortalecen todavía más la necesidad de no hacerlo. Recordemos las declaraciones del señor Rajoy tras el caso Rato. Su apelación fundamental es el miedo, una pasión que en el fondo sólo puede emerger al precio de concederle al Leviatán la impunidad. Lo demás es mentalidad antidemocrática. Si solo se pudiera confiar en los que ya han gobernado -como él pide- nunca dejarían de gobernar los mismos. El razonamiento sostendría la permanencia en el poder hasta extremos que serían difícilmente distinguibles de la dictadura. Como en el Leviatán. Se entregaría la representación una vez y esa sería la definitiva. No sólo es un argumento elitista y antidemocrático. Al decir que el poder es un asunto que sólo algunos pueden manejar, Rajoy define este tipo de mentalidad que acaba por creerse imprescindible. Y alguien que valora su actuación como imprescindible acabará por creer que tiene derecho a cobrárselo. Imprescindible e impunidad son palabras que riman bien en política. Quien se instala en esta mentalidad no puede gobernar en un país democrático. ¿Dónde quedan los ciudadanos para Rajoy? En el limbo pasivo de los administrados. Ahí es donde quiere dejarnos. Pura pasividad y tragaderas infinitas. Porque si alguien debe mantenerse lejos de ejercer el poder, entonces parece normal exigirle que se mantenga lejos de juzgar lo que llevan entre manos los privilegiados que lo ejercen.

Alguien que pronuncia estos argumentos en actos públicos para solicitar el voto incurre en una contradicción. Pide el voto, pero en realidad exige una obligación. Con el argumento de Rajoy, estamos obligados a votarlo. Indefinidamente. Como vemos, Rajoy, que es poco sutil, se enreda en argumentos cuyo denominador común es despreciar la capacidad de juicio maduro por parte de la ciudadanía. Como es natural, supone que todos somos unos desmemoriados. Coraje, determinación, saber qué se trae entre manos, experiencia, todo eso es exactamente lo que no ha demostrado Rajoy. No demostró coraje en sus mensajes a Bárcenas, ni ha demostrado determinación en la forma de manejar la corrupción en su partido. Ha dado lugar a que lleguen las elecciones con bombas de relojería anunciadas, algo que cualquier aprendiz de político que respetara a su pueblo podría haber previsto. Ha sido incapaz de entender que todos los elementos de mejora económica no iban a ser computados en su haber. Primero, porque han venido precedidos por una sangría social; segundo, porque es demasiado evidente que proceden de una constelación europea; y tercero, porque todos juzgan que lo que él llama seriedad, rigor y saber hacer exclusivo, no es sino docilidad a los que de verdad mandan, entre los que estuvo Rato.

Vuelvo a Hobbes. ¿Liberal? ¿Autoritario? En Bogotá se dijo: quizá las dos cosas, o quizá el fundador de eso que ya podemos llamar liberalismo autoritario, lo que hoy conocemos como neoliberalismo. Maestro de Rato y de Rajoy, verdaderos herederos del Leviatán, Hobbes fundó el Estado que sólo inspira miedo, que concede la representación mínima, que retira de los ciudadanos el juicio de responsabilidad, que garantiza la impunidad del poder y que a cambio de todo eso propone seguridad. Es un circuito. Aumenta el miedo y vende seguridad.

¿Algo más? Sí. Algo más. Leo Strauss, maestro de los neoliberales americanos, en su libro La filosofía política de Hobbes lo recordó: el enriquecimiento individual como la meta más importante de la vida colectiva. Desde luego, «ni la renta ni la fortuna deben ser gravadas, sino solo el consumo». Hace referencia al capítulo 30 del Leviatán. Para Hobbes no hay defraudadores fiscales. Allí se dice que, puesto que ricos y pobres «reciben la misma protección del Estado», deben pagar lo mismo. ¿Les suena de algo? Pura doctrina Rato.