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Hackear y bombardear

Mundo dual. Los analistas de estrategia militar avisan a los gobiernos de que la guerra que viene, que está llegando, que ya asoma la nariz, es cibernética, telemática, usa las armas de la sociedad de la información y la comunicación, y las modernas iniciativas de defensa estratégica no deben preocuparse por los misiles balísticos intercontinentales que puedan lanzar las otras potencias sino por la capacidad del potencial enemigo para penetrar los cortafuegos de la informática militar y llegar a inutilizarla o controlarla. O de la informática financiera, la que abre y cierra los semáforos en las calles del dinero virtual y le permite circular con eficacia. ¿Imaginan la magnitud de la catástrofe si dicho sistema entrara en apagón general y dilatado? En los últimos tiempos se suceden las noticias más o menos oficiosas sobre ciberataques atribuidos al malo de turno o a algún gran competidor económico, y surge la angustia: ¿es posible que un ejército de hackers orientales conquiste Occidente a golpe de virus informático, sin moverse de casa, sin mancharse las manos de sangre? Estas son las preocupaciones de los analistas, y no falta quien sospecha que ya se dan batallas en este terreno, aunque no trasciendan por similares razones a las que mantenían ocultas las batallas y las víctimas de los enfrentamientos entre servicios secretos durante la Guerra Fría.

Pero, mientras tanto, persisten las guerras del estilo antiguo, basadas en la vieja práctica de ocupar territorios y controlar a su población. No hay más que observar el sur y el este del Mediterráneo. Libia, Siria y, al lado, Irak. Guerras oficialmente no declaradas entre ejércitos y milicias, en las que se conquistan enclaves, refinerías y ciudades, y en las que estas últimas son machacadas como en la Segunda Guerra Mundial. Ruinas, cascotes, muertos, heridos y refugiados por cientos de miles, los más afortunados de los cuales están lo bastante cerca para llamar a las puertas de la desconcertada e inoperante Europa, aun a riesgo de morir en el mar, mientras los menos afortunados se hacinan en parajes desérticos, con el sentimiento de ser el subproducto no reciclable de un choque de intereses entre poderosos sin escrúpulos. Aquí mandan el lanzador de cohetes y el kalashnikov. Guerras tribales de segunda división, financiadas por poderes regionales que juegan al ajedrez de la hegemonía en territorios que el colonialismo llenó de fronteras artificiales y estados condenados al fracaso. Buscar la manera de hackear el Pentágono y Wall Street o reducir ciudades a escombros a medida que avanzan las tropas: dos formas de hacer la guerra en la misma década.

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