Si los pronósticos resultan propicios para la oposición política valenciana, el desalojo (o desahucio) de los populares puede ser un hecho a finales de mayo. La salida en estampida de las instituciones autonómicas, y de más de un ente local, hará que la mudanza consiguiente, si se alumbra un pacto estable multibanda, lleve aparejado un ingente trabajo. Los despachos donde irrumpirán los nuevos inquilinos, y que han ocupado a sus anchas durante muchos años los populares, tendrán los cajones a rebosar de favores a los amiguitos de siempre y de facturas acumuladas difíciles de descifrar. ¿Sería mejor enterarnos de todo al levantar las alfombras de palacio o, para nuestra estabilidad emocional, seguir anestesiados y no coger una depresión colectiva al conocer el alcance real de las pillerías y la picaresca administrativa que han ido acumulando con sus refinadas prácticas de gestión?

La llegada de políticos de otro signo político después de décadas, ¿debería obligarles a hacer una causa general de los abusos cometidos o una comisión de la verdad sobre los atropellos indiscriminados a ciudadanos rasos? Puede que lo mejor fuera sacar del armario poco a poco las cosas, como diría Mariano Rajoy, y dosificar la limpieza de las cloacas del poder para que no nos dé un soponcio.

Aunque todo esto igual no hace falta alguna: podría darse el caso de que Ciudadanos apuntalara a los populares. Posibilidad para nada descartable. Lo de los hombres de Albert Rivera merece estudiarse en Princenton. En su sede matriz „Barcelona„ según las encuestas quedarán los sextos; en su filial del sur, en su recién inaugurada sucursal de Valencia, en cambio, podrían aspirar a ser primeros, según algunos sondeos. Es como si el McDonald´s de Sagunto vendiera más hamburguesas que el de Chicago. ¡Qué cosas! En ese caso, deberemos esperar resignados otra generación para conocer las artimañas contables y las martingalas presupuestarias de estos señores con los que ya nos identifican en toda España. Hemos sido el cortijo de tipos como el Bigotes, el señorito Ecclestone, Obelix-Depardieu o los diputados cuneros Vicente Martínez Pujalte y Federico Trillo. Las etiquetas peyorativas han quedado por desgracia tatuadas en nuestro ADN social: los andaluces, vagos; los catalanes, agarrados; los aragoneses, tercos; y nosotros, ya saben. El nuevo sambenito de los valencianos ha quedado grabado a fuego en el imaginario colectivo del resto de españolitos. Sólo falta una película Ocho apellidos valencianos (o más de ocho) que desmenuce, en clave de humor, por supuesto, la corrupción política nuestra de cada día. Lástima que, hundido el sector audiovisual, no quede dinero para rodar ni un minuto de metraje. Hubiéramos reventado la taquilla.