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Matías Vallés

El primero que llegó a la luna

Jesús Hermida fue tan revolucionario en su día como hoy El Gran Wyoming. El primer español en llegar a la luna, nada menos. No solo trasplantó el concepto de anchorman, el lector de noticias con carisma suficiente para anclarlas en la audiencia. Al introducir su flequillo en millones de hogares, causó una conmoción más dañina para el régimen que millones de octavillas.

Ni siquiera en el momento de su muerte podemos perdonarle que nos obligara a creer en la televisión. Su verbo imparable y su agilidad de pensamiento no permitían presagiar que la pequeña pantalla acabaría moldeando la España del reality perpetuo. La energía egocéntrica de Hermida sirvió de feraz pasto para imitadores confundidos con admiradores, valga la mención especial a Pedro Ruiz.

En la atmósfera cenicienta del franquismo agónico y sus bigotillos, la sola entrada en escena de Hermida proponía una liberación. Preñaba de guiños su narración del Watergate. Sus sucesores en el sillón del piloto han arruinado su herencia, las caricaturas del periodista fallecido olvidan que la verdadera parodia está en los platós embalsamados de lo que se insiste en denominar telediarios. Están conducidos por presentadores extinguidos sin que nadie se haya acordado de comunicárselo por el pinganillo. Solo el tono recatado de una necrológica prohíbe identificarlos uno a uno.

Hermida infundió su espíritu a todos los programas que puso en pie. Nos obligó incluso a atender a su entrevista que hoy parece póstuma con Juan Carlos I. Todavía, al leer un artículo o contemplar un reportaje con algo parecido a la vida, nos brota la expresión «cómo se atreve». Hermida marcó la irrupción de un género desaparecido ahora con su autor, que pensaría que nos quedamos cortos.

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