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Un altar de la costura

Dolores Mollá me invitó a la inauguración de su nuevo emplazamiento: un espléndido local en el número 6 de la calle Convento Sta. Clara, un primer piso lleno de luz, con grandes espejos y anchas estancias que enmarcan bien el desfile íntimo a cargo de jóvenes amigas convertidas en «muestrario» viviente y radiante.

«Soy una superviviente de la costura», afirma Dolores. Y, aunque dicho así parezca un canto del cisne, nada más lejos. Ella misma atestigua: «Siempre queda gente con criterio propio», que desde luego mantiene la demanda de una costura incombustible. Avalada, en su caso, por una larga, concienzuda formación. En su Xàtiva natal, Dolores amaba desde niña la profesión de su madre, modista. Ella fue quien advirtió a la hija sobre el itinerario riguroso y tenaz que debería emprender. Así se hizo. Para empezar, un par de años en Barcelona, en el taller de la prestigiosa firma Santaeulalia. Luego, el salto a París, otros dos años en una escuela de Dior. «Como aprendiza „refiere„ primero, sólo mirando. Un proceso largo y trabajoso». De vuelta a España, pasó Dolores algún tiempo junto al añorado Juan Izquierdo, y unos cuantos años más junto a Juan Andrés Mompó: «el más creativo de todos», proclama, calificándolo de «maestro de maestros».

En suma; su oficio se ha construído en la práctica incesante, sin ahorrar esfuerzo ni paciencia. Y le ha otorgado ese dominio técnico unido a la intuición estética, característicos de la auténtica costura, revelados en cada pormenor: costuras y pinzas perfectas, exactitud al ensamblar las piezas, uso de pequeños detalles como el diminuto volante encañonado que protege la cola de las novias o la graciosa argucia que permite recogerla a modo de fantasioso abullonado. Y el delicado adorno de los lazos, su sello de identidad: chiquititos o voluminosos, planos u ondulantes; una prueba de fuego que sólo las manos expertas sortean con oportunidad y acierto.

Sin alardes, Dolores Mollá me brindó una acabada demostración de sus posibilidades, desde los deliciosos vestidos cortos de colores lisos (rosa palo, cereza, verde lima) con equilibrados volúmenes y superposiciones, hasta las novias vaporosas de cintura ceñida por bordados o fajines de soutaches, o las evocadoras de aire ochocentista, en triple organza envejecida o encajes antiguos rescatadaos, añadiendo la sorpresa de un brillante trabajo en paja de arroz. Y los tocados, pequeñas obras maestras de habilidad y estilo.

A petición de su clientela, Mollá tendrá a punto a partir del próximo otoño una reducida colección de prêt-à-porter de alta gama. «Nunca he ido de estrella», asegura. «Me sitúo en una línea media; de entrega total, eso sí. No sigo las tendencias, sino la atención a cada mujer». Su autodefinición es rotunda: «Soy una profesional de la aguja». Hoy por hoy, todo un título de nobleza.

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