La vulgaridad es un bien básico. Mi maestro Ortega y Gasset decía que «lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el valor de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera».

En su época resultaba impensable el protagonismo paranormal de Belén Esteban, por ejemplo. Lo cutre se degrada, amigos. El ídolo que fuera Sara Montiel ha mutado en chabacanadas antropológicas de diversa índole. Si otrora el logos eclipsó al mito, ahora la mula sustituye a la musa. Sin mitos como Saritísima „Dios salve a la reina Marujita Díaz„ nos resignamos al botarate mediático.

La caspa política, artística, científica o empresarial impregna la vida contemporánea. Miren si no a Bárcenas esquiando en la nieve, como si la corrupción no fuera con él. El Dioni fue un ladrón de guante blanco, como Dios manda. Y por eso lo respetamos, lo sentimos parte de nuestra familia. Pase que uno robe, pero, cuanto menos, esperamos que practique una existencia acorde a la de un trincón: huya a otro país, cambie de nombre e incluso, si se tercia, de rostro. ¡Pero hombre de Dios! ¿Cómo se le ocurre alardear de ese nivel de vida ostentoso sin reparo alguno?

Incluso en la baratura cabe exigir ciertos niveles de dignidad. La mezquindad, en tanto que parámetro vital, es un valor desusado. Nos resulta desapercibida la mediocridad, pero, ¿cómo no si apenas disimulamos lo esperpéntico? Miren si no a Belén Esteban, considerada «princesa del pueblo». Antaño protagonizaría el papel de bruja del cuento. Nunca encarnaría a la Cenicienta, Caperucita Roja o el hada madrina. En cambio, ahí la ven, okupando horas y horas de televisión junto a tipos como Bárcenas o Mariló Montero.

Tantas son las cuotas de vulgaridad que nos da la impresión de que Mª Teresa Campos conduce un espacio filosófico en donde Jesús Mariñas ora como Kant y Terelu diserta cual Schopenhauer cardado. No importa, decíamos, porque también la vulgaridad es un derecho inalienable. Bastaría con que, puntualmente, supiésemos delimitar la línea entre lo vulgar y lo glamuroso. Entretanto, todo es vulgar.