Mercurio nunca ha podido observarse bien a través de los telescopios. Su proximidad al Sol lo ha impedido, ya que siempre se mueve muy cerca del astro rey y, a causa de ello, solo es visible durante poco tiempo a escasa altura por encima del horizonte, al amanecer o al anochecer. Pero, a diferencia de Marte, Júpiter y Saturno, no se puede observar en plena noche, lo que históricamente ha dificultado su estudio. Por ello, existía muy poca información acerca de este planeta, el más cercano al Sol, que solo empezó a conocerse cuando la sonda espacial Mariner 10 se aproximó a él en los años 70. El pasado mes de abril, la sonda Messenger siguió los pasos de la Mariner cuatro decenios después y nos ha brindado una nueva visión de Mercurio, tan nueva que nos obliga a romper los moldes de la que teníamos anteriormente. A este pequeño mundo siempre lo habíamos considerado un lugar infernal por las altas temperaturas que se alcanzan en su superficie expuesta al Sol, pero esta certeza ahora la tenemos que hacer compatible con el descubrimiento de que en los cráteres de sus zonas polares existe hielo de forma permanente. En el interior de esos circos, el suelo está lo suficientemente profundo para que los rayos solares no lleguen nunca allí, por lo que las temperaturas están continuamente en torno a los -170 ºC y hay una sólida capa de agua helada. La NASA ha confirmado estos datos, que ya se sospechaban desde hace años pero que ha confirmado la nave Messenger tras orbitar Mercurio en abril. Además, esta misión espacial ha puesto encima de la mesa de la ciencia un nuevo enigma: sobre ese hielo hallado en los polos de Mercurio hay una rara y oscura capa de materia orgánica, cuyo origen y naturaleza se desconocen.

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