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El cambio caduco

Nada hay menos inteligente, cuando los hombres o los partidos se lo juegan todo a una sola carta, que los callejones sin salida. El rey Juan Carlos I tuvo la habilidad de abdicar en el momento preciso. Poco antes, en un gesto histórico y de rara significación, el papa Benedicto XVI había deshecho con su renuncia el círculo vicioso provocado por las luchas curiales y los temibles Vatileaks. La virtud de las dimisiones pasa por oxigenar el espacio y crear la sensación de un nuevo inicio. Digamos que esa sensación puede ser o no real; pero permite, al menos, retomar temporalmente la iniciativa, evitando que el combate termine en KO. El arte de la política no consiste en practicar la unanimidad, sino en pactar y transigir. Al igual que en asumir responsabilidades para evitar que el entorno se pudra. Una de las conjugaciones posibles de la democracia se escribe con el verbo dimitir.

De Ed Miliband a Nick Clegg, el ejemplo británico fue inmediato: se retiraron la misma noche de los comicios. Con idéntico código ético, Artur Mas se tendría que haber marchado tras la debacle convergente en las últimas elecciones catalanas y Rajoy seguramente nunca habría llegado a La Moncloa. La difícil historia de la cultura democrática en nuestro país se trasluce en la conocida máxima de que «en España, quien resiste gana». Y es cierto que, en una sociedad de élites enquistadas, a menudo sucede así. Se resiste porque se sabe que la memoria cívica resulta con frecuencia débil y subjetiva. Se resiste porque muchas actitudes son compartidas por la izquierda y por la derecha; del mismo modo que la metástasis de la corrupción nos habla de una ciudadanía que ha sido abiertamente tolerante con ella. Se resiste, en definitiva, porque en la dimisión se encuentra implícita la vergüenza de la derrota, sin ningún reconocimiento de la generosidad.

A lo largo de estos últimos años, cierto estado de opinión ha pretendido dirigirnos hacia un callejón sin salida. Todo o nada. En Madrid, el 15M ha dado paso a la victoria de un movimiento antisistema. En Barcelona, el Procès no ha hecho sino dinamitar las expectativas de los dos partidos centrales „CiU y PSC„ articulando además otras tradiciones políticas. Por supuesto, el papel de la narrativa resulta aquí determinante. Son décadas en las que se han asumido prioridades equivocadas y no se ha profundizado en la totalidad de reformas necesarias, a la vez que se alimentaban resentimientos de largo recorrido. Lo cual tiene un precio, y no barato. Estamos en ello.

Sin embargo, hay que insistir en que el cambio caduco que vivimos estos días refleja las auténticas virtudes de la Constitución del 78. Frente al mantra de la catástrofe, la irrupción de los populismos antisistema demuestra que la arquitectura legal e institucional funciona correctamente y que nuestra democracia responde a los parámetros europeos. Llegan al poder nuevos actores mientras que los viejos partidos se ven obligados a abrir las puertas de la renovación. Esto es natural y positivo: las dimisiones oxigenan y no les quepa duda de que van a abundar en los próximos días, aunque seguramente no llegarán a afectar de momento a los cuadros centrales del Gobierno. O quizás sí. Europa seguirá con atención los movimientos de España y tal vez facilite medidas económicas más expansivas frente a la austeridad alemana. Sería un ejercicio de realismo. Pero, mucho más que el cambio caduco, se hace necesario el cambio inteligente. Y ésta es una partida que todavía no se ha jugado.

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