Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El viernes de la semana pasada las oficinas de Correos se quedaron a dos velas, con los empleados cruzados de brazos e incapaces de atender a los usuarios. Una avería en el sistema informático devolvió el servicio público que se encarga de las comunicaciones españolas ajenas a las telefónicas y a internet a los tiempos de las cavernas. De forma literal, porque recurrir al siglo XIX no basta. Entonces habría sido posible, qué sé yo, poner un telegrama o una carta certificada. Pero si los ordenadores no funcionan es inútil intentar siquiera que te vendan un sello.

No recuerdo cuándo vi una película que se llamaba El cartero, pero sí que en ella, en unos Estados Unidos del futuro asolados por el caos, huérfanos de todo servicio público y bajo la ley de la violencia, el protagonista Kevin Costner comienza a enderezar las cosas haciéndose pasar por funcionario del gobierno de Washington que quiere que las cartas de su morral sean entregadas. Que todo eso no sea verdad y que las películas de ciencia ficción suelan abusar de la credibilidad del espectador no le quita nada al símbolo: Correos es el equivalente en cierto modo del Estado, de uno de sus servicios esenciales.

Pero hoy no hay en las oficinas de Correos sellos que no sean expedidos bajo cuño electrónico, ni es posible enviar un burofax si las computadoras andan en huelga. Tampoco es el único servicio esencial sujeto a la tiranía de los sistemas binarios de cómputo que imaginó Alan Turing hace algo menos de un siglo. Hace poco, también se colapsaron los trenes de cercanías y el metro de Cataluña por la misma causa, y no quiero ni pensar en lo que sucede o puede suceder cuando en el aeropuerto, en cualquier aeropuerto de cualquier ciudad, las pantallas se apagan.

A esa realidad miserable nos vemos reducidos: a la de la imposibilidad de hacer tareas más banales a mano. No hay un plan B que salga al rescate si las máquinas fallan, pero con la mala nueva añadida de que fallan a menudo. Quienes sostengan que en realidad no son los ordenadores los que se averían sino las instrucciones (la cinta de Turing; el software, como quieran) programadas por unos seres humanos, sirven de poco consuelo. El problema no es de quién resulta ser la culpa, sino el que a las primeras de cambio nos quedemos empantanados o se nos caigan los Airbus militares en pruebas.

Hoy no es concebible un mundo sin computadoras y ésa es la peor noticia de todas porque el mundo virtual está cogido con pinzas, con unas pinzas muy sensibles a cualquier sabotaje con el que el hacker de turno quiera amargarnos el día. Eso sí; de caerse del todo el sistema se ahorrarán ustedes el riesgo de leer esta columna.

Compartir el artículo

stats