La corrupción ha sido el nudo central de las pasadas elecciones: todos dijeron que había que luchar contra ella. Y sigue estando presente a la hora de celebrar pactos postelectorales. Se acuerdan medidas para acabar con la lacra e incluso hay quienes se niegan a pactar donde haya corruptos.

En escaso tiempo han salido a la luz muchos casos de corrupción que venían del pasado. Y así, se ha ido creando la opinión de que tenemos una clase política depravada, a la que, además, ampara el sistema jurídico que ella misma elabora. No obstante, ver entrar a algunos en prisión, o vislumbrar el próximo ingreso de otros, produce cierto desahogo. Parece que algo funciona y que la corrupción no es tan impune. Y es que, en efecto, desde hace bastantes años existe una normativa penal, de enjuiciamiento criminal, de responsabilidad contable, de contratación pública, de subvenciones, de incompatibilidades, de función pública o de procedimiento administrativo, entre otras materias, tendente a atajarla. El problema es que estas normas no han visto agotadas sus posibilidades de aplicación. Hace falta predisposición para destapar las conductas pervertidas por parte de todos los que pueden hacerlo, incluyendo a los correligionarios de los corruptos y a los propios funcionarios, una vez dotados de suficiente protección. Con ello, no sería necesario cambiar demasiadas leyes.

No obstante, se habla de la posible creación de órganos específicos para combatir la corrupción, lo que en principio podrían aplaudir los indignados ciudadanos. Ahora bien, el diseño de estos órganos debería quedar muy bien pergeñado, no sea que parezca que se actúa de cara a la galería. Habría que evitar duplicidades y la posibilidad de fricciones con otros órganos existentes. Debería definirse si se desea un órgano meramente consultivo, fiscalizador o ejecutivo, y no habría que asignarle funciones poco definidas.

Y todavía faltarían por determinar detalles nada baladíes. ¿De quién va a depender el órgano anticorrupción, del legislativo, lo que parecería garantizar mayor independencia, o del ejecutivo? ¿Quién nombrará a sus miembros? ¿Van a ser políticos, de quienes a priori desconfían los ciudadanos, serán funcionarios, o bien miembros elegidos por entidades representativas? ¿Con qué aparato administrativo se le va a dotar en tiempos de carencias? ¿Quién designará al presidente? ¿Por cuánto tiempo?¿Con qué sueldo? Detalles de suma importancia que pueden condicionar la eficacia o el fracaso de unos órganos que podrían ser muy bien aceptados por los ciudadanos. Porque estos ya no parecen dispuestos a tolerar muchos más egoísmos, personalismos, engaños o fuegos de artificio.