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Matías Vallés

El partido es Rajoy

De «popular» le queda muy poco al jefe del Ejecutivo, cuando recurre a su pomposidad habitual para anunciar que preside el PP, un hecho que se remonta a más de una década atrás.

Cuesta entender a Rajoy, a falta de dilucidar si el esfuerzo merece la pena. El jefe del Ejecutivo toma carrerilla en la lectura de su penúltima alocución, para sentenciar que «es imposible recuperar el apoyo perdido si nos preguntamos...». Es decir, mantiene su lógica de que cualquier esfuerzo indagatorio resulta baldío, en su mundo de las verdades inmutables. Sin embargo, se detiene para enmendar el texto que impulsivo no ha sabido leer, y ahora emboca correctamente que «es imposible recuperar el apoyo perdido si no nos preguntamos por qué tantas personas que en su día nos apoyaron han dejado de hacerlo». Y el campeón de la pasividad consigue que el discurso sorprenda a su presunto autor, al incluir un inesperado acto de autocrítica.

El partido es Rajoy, salvo a la hora de responsabilizarse de los manejos de Bárcenas. De «popular» le queda muy poco al jefe del Ejecutivo, que recurre a su pomposidad habitual para anunciar que empuña el timón del PP, una formación presidencialista que encabeza desde hace más de una década. La única noticia posible sería su abandono del cargo, pero Rajoy pertenece a la estirpe de quienes se asombran a diario de la salida del sol. Y desea compartir coactivamente esta experiencia, al señalar que «estoy absolutamente convencido de que todos los miembros del Comité Ejecutivo coinciden conmigo». De las trece palabras de la frase anterior, seis aportan referentes irrefutables, un código imperativo que sin duda promueve el debate interno.

Rajoy no es diplomático, sino esquinado. Le propina un zarpazo a la formación de Albert Rivera „«si Ciudadanos hubiera respetado la lista más votada»„ el mismo día en que le debe las comunidades de Madrid y La Rioja. El presidente del Gobierno tampoco peca de exactitud, al presumir en su alegato de inocencia de que «el reparto de las cargas ha sido lo más equitativo posible». Es un enunciado cómico, desde su zarzuelero «lo más posible». Adquiere ribetes sarcásticos al recordar que España ha coronado la cifra sin precedentes de 178.000 ricos durante la actual legislatura y en los momentos más duros de su economía, al mismo tiempo que la desigualdad alarmaba incluso a la OCDE, la patronal de los países opulentos.

Rajoy no tiene la culpa de nada, porque «fueron otros los que trajeron la crisis». Tal vez la exculpación resultaría más propia de quien no hubiera desembolsado 24.000 millones de euros públicos para rescatar a la Bankia de Blesa y Rato, reputados dirigentes de Podemos. De hecho, al presidente del Gobierno solo le escandaliza un comportamiento cuando viene asociado a un retroceso electoral. «La corrupción nos hace daño, muchísimo daño, por tanto una de las prioridades es que no se vuelva a producir». Es decir, el saqueo de las instituciones solo es deplorable porque resta votos, en otro caso debe encajarse con deportividad. En los veinte folios no se repudia en una sola ocasión «el comportamiento de algunos de los que considerábamos nuestros compañeros». En cambio, sobra espacio para insultar «la demagogia» de «especialistas en hacer juicios sumarísimos». La abominación radica en la denuncia de la corrupción, no en su práctica. Qué otra cosa podría concluir un perceptor de sobresueldos que daba ánimos a Bárcenas desde La Moncloa.

Rajoy quedaría incompleto sin aporrear a los catalanes. Se felicita de que se cumplan sus presagios con la «fractura incluso de la propia coalición de gobierno» en la Generalitat. Sin embargo, no consigue explicar que el PP luzca un solo alcalde entre más de 900 ayuntamientos de Cataluña. Tampoco aclara por qué su partido todopoderoso es ahora mismo la sexta fuerza política en el consistorio de Barcelona, con la tercera parte de los votos de recién llegada Ada Colau y un papel testimonial que permite dudar del carácter estatal de los populares. Claro que «la gente vota de manera diferente según estemos en una u otra convocatoria electoral». Aparte de que el consuelo del voto diferencial no viene avalado por la simetría de las europeas y municipales, el presidente del Gobierno pierde muy homogéneamente todas las elecciones en las que ha participado desde su aterrizaje en La Moncloa.

Los problemas de Rajoy se resolverían si se cumpliera la ley de «la lista más votada», salvo que el citado texto legal no existe. La apelación continua a esta entelequia impide al presidente del Gobierno agradecer a la legislación su disfrute de una mayoría holgada en el Parlamento, pese a que en 2011 no consiguió la mitad de los sufragios. Cada uno cuenta las leyes según le va en ellas.

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