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En una época de cambios

Vivimos en una época definida por las transformaciones. Recuerdo que, en la década de los ochenta „la generación EGB„ todavía éramos muchos los que estudiábamos francés en lugar de inglés. Por aquellos años, se hablaba de un primer mundo y de un tercer mundo; también de los países no alineados y, sobre todo, de las naciones en vías de desarrollo, entre ellas España. Era un mundo distinto al actual, aunque en el fondo muy parecido: no había Internet, ni móviles, ni acceso universal a la información. Por otra parte, las costumbres eran más sólidas, más antiguas, pero no necesariamente mejores. Las iglesias aún se llenaban. Las familias eran más numerosas que las actuales: no sólo por los hermanos, sino sobre todo por los tíos segundos y por la cantidad de primos. Como ahora, el fútbol constituía una religión que incluía la radio, los cacahuetes y las pipas. La tensión entre la URSS y EE UU se mascaba en la prensa „Reagan hablaba del «Imperio del mal»„, aunque ya por aquel entonces el comunismo soviético había iniciado su rápida descomposición. Como niños apenas respirábamos el ambiente político, lo cual resulta consolador. Crecíamos en la calle de un modo que pocos padres se atreverían a permitir ahora: las distancias eran humanas y el entorno, conocido. Una de las paradojas de la globalización pasa por comprobar cómo la hiperconectividad nos ha aislado. Disfrutamos de una red mucho mayor de contactos, pero de un menor número de amigos cercanos. Profeta de la modernidad, Franz Kafka sostuvo que los besos por correspondencia no llegan a su destino, sino que se los beben los fantasmas. En el mundo líquido de las redes sociales sucede algo similar: los fantasmas rigen en nuestras relaciones.

¿Somos ahora más crédulos que antes o sucede al contrario? Digamos que cada época cuenta con su arsenal de certezas y su batería de interrogantes. A lo largo de las últimas décadas del siglo XX creíamos en el relato exitoso de la educación: si estudiábamos, la vida nos sonreiría. Una carrera universitaria abría las puertas del éxito profesional o, al menos, garantizaba unos estándares confortables de vida. El optimismo sonreía a un país viejo que, de pronto, se sentía joven: una transición ejemplar, el ingreso en Europa, el Estado del Bienestar, los éxitos deportivos, las nuevas infraestructuras... Un día, de repente, dejemos de considerarnos una nación en vías de desarrollo para presentarnos como un país normal en un entorno normal. A Felipe González lo sustituyó José María Aznar y su eslogan de centro reformista. Fue entonces, hace veinte años, cuando la globalización empezó a agitarse.

Llegados a este punto hay que constatar que la inteligencia con la que encajamos el paso a la democracia, nos ha faltado a la hora de afrontar la transformación global. Los españoles no hemos sabido entender que nuestra posición peninsular es periférica en la Europa fuerte del euro, del mismo modo que la UE, sin la amenaza soviética, sólo representa un apéndice secundario para la agenda americana. Esa doble marginalidad, agravada por una larga década de crédito fácil, colapsó con el crash financiero de Lehman Brothers. En 2008 la marea bajó, dejando al descubierto las miserias de cada uno.

¿Cuántos de estos cambios resultaban previsibles hace veinte o treinta años? No lo sé, pero creo que no muchos. A principios de siglo, Alemania era el enfermo de Europa y ahora constituye una historia de éxito. La universidad ya no garantiza el acceso a la clase media, aunque quizás lo vuelva a hacer en un futuro próximo. Las diferencias de clase se acrecientan, sin que se prevean respuestas efectivas a la inestabilidad económica. La historia, sin embargo, no es lineal. Lo hemos podido comprobar durante estas últimas tres décadas. Por supuesto, se detectan tendencias aparentemente claras como la propagación del virus populista, el retorno del nacionalismo o el peligro de una sociedad a dos velocidades. Pero, en realidad, nadie sabe qué nos deparara el futuro.

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