La naturaleza, siendo cicatera, derrocha paradojas. He visto tomar decisiones ridículas a insignes prohombres, individuos que ostentan cargos honoríficos, prestigiosos, reputados, pero incapaces de amar, compartir o construirse una familia feliz. Por otra parte, nos inunda una plaga de testimonios triunfantes de gente mediocre -incluso con derecho al voto- que antaño eran considerados una institución venerada, de ahí ese remoquete de «el tonto del pueblo», casi extinto ya que ahora los tardos cobran millonadas en televisión. Miren, si no, a esa lela egregia de nombre Belén Esteban.

En mi niñez considerarían a la susodicha un «cerebro de mosquito». También disponibles en otros envases, médico, maestro, inspector o picapleitos. Todo padre, como el de Kafka, dispone de una raquítica inteligencia. Paradojas de la naturaleza, decíamos. Un respeto a la madre -sobre todo la mía- y que se aparte el simplón del padre. Pues bien, si es posible alcanzar el éxito con un cerebro de mosquito, ¿por qué no reivindicar una existencia acorde a este insecto díptero, de tres a cuatro milímetros de largo? El mercado inmobiliario ha sido el primero en plantearse tal intríngulis, así que ya dispone entre su stock de pisos de 15 ó 20 metros cuadrados. Todo un acierto que nivela la correlación entre el yo psicológico-moral-emocional y su respectiva vivienda.

Quiere decirse que fluye una analogía espontánea entre la casa y el cerebro. Evitemos que un empresario déspota (válgame la redundancia) disfrute de un chalé con piscina. Mejor un pisito de 16 metros (que en Hong Kong alcanzan el medio millón de euros, por cierto). Un gusano moral, el padre-escarabajo kafkiano, ese vil mosquito que nos pica a traición, todos desmerecen ostentar glamur alguno. Tal espacio minúsculo, sobrio y asceta se da a conocer como «piso mosquito». Que alguien haga algo: Belén Esteban, señor empresario, regresen a su mosquitera. A ver si por fin se diluyen estos inaceptables contrasentidos.