Existe cierta dosis nuclear de soberbia, un trasfondo inhumano y cínico, con amplios vuelos suntuarios, que une desde hace semanas a todos los analistas y políticos que, con Rajoy a la cabeza, tratan de reducir a un contrato de compraventa la extorsión de la que ha sido objeto Grecia y la maniobra a la desesperada puesta en marcha por Tsipras y su Gobierno; dicen, con ánimo ramplón y despectivo, que el problema prácticamente se puede explicar con una ecuación sencilla: alguien, en este caso un país, se niega a pagar lo que debe y su negativa siembra un precedente con todos los atributos que habitualmente rodean el ombligo reaccionario de esa falacia oportunista que en España se ha venido a llamar liberalismo. Si Grecia no paga, sostienen, vendrá el caos y la destrucción. Consideran los acólitos de Rajoy que la demanda, por supuesto, es legítima: tanto como la que podría formular un modesto propietario frente a un inquilino irresponsable y moroso. La democracia, en suma, comprimida al intercambio de comercio, sin tener en cuenta el amarre simbólico y los principios que presumen en teoría la razón de ser y el norte de todo el sistema político.

Exigir a los griegos el pago de la deuda, en las condiciones leoninas y salvajes que propone la troika, puede resultar irreprochable para un banquero que se comporta con sus clientes como un banquero, pero no para un proyecto europeísta ni para un modelo de convivencia que se infatua de tener al hombre en el centro de sus políticas. Con esa jactancia pseudocrapulosa, los defensores de la postura de la Unión Europea se olvidan de la dimensión humana y obligan a aceptar un contrato a sabiendas de que su aplicación engendrará sufrimiento. La troika está perfectamente engrasada para ejercer de troika sin serlo tan tozuda y criminalmente. Bastaba, como se está viendo, con moderar sus exigencias y hacerlas pasar por un filtro realista que permitiera a Grecia sobrevivir sin hacerse el harakiri ni sonrojar a sus ciudadanos con el peso de una evidencia monstruosa, la de que la soberanía no habita, ni mucho menos, en el pueblo y que son los acreedores los que gobiernan. A menudo, además, con pulso Corleone. Que pregunten a la Argentina del corralito qué bien se vive obedeciendo al FMI. Con cuánta solvencia.