A la entrada de El Pinell de Brai, en la comarca de la Terra Alta, nos recibe una senyera estelada que flamea junto a la carretera desde la cual se divisa el pueblo bellamente derramado sobre la ladera de un monte, con algún rascacielos medieval (como en el Priorat), un ayuntamiento de repostería y la Catedral del Vi, su bodega cooperativa, emblema del municipio. Como a Antoni Gaudí lo bautizaron en otro priorato, el de Reus, sus ensueños de neófito se llenaron de arcos apuntados, agujas geológicas, estratos vueltos del revés, o sea la Serra de Cavalls o la Serra d´En Pàndols, las más azules, las más agudas, las que se difuminan en la bruma de julio como la escalera de Jacob, la que subía hasta el cielo.
Como tan malo es llegar tarde como demasiado pronto, descubrimos que el encuentro de productores de vinos naturales no tendrá lugar hasta una hora de la tarde en que, de quedarnos, quebrantaríamos otro compromiso anterior. Así que nos consolamos, como todos los tontos, haciendo sociología. La Catedral del Vi tiene aire acondicionado, restaurante (el tercero o cuarto de la población) y una buena tienda de vinos y aceites de la comarca. Pero me quema no poder probar los vinos de Georgia que, con su vecina Armenia, fueron, quizás, las fundadoras de la fermentación del mosto, hace unos ocho mil años, tal vez más, en ese Babel de pueblos que es el Cáucaso (donde, además, existe una Iberia, tal vez como divertido escarmiento).
El cuento de Noé relata que el Arca encalló en el Ararat y que el patriarca pilló la primera cogorza, tal vez para consolarse de la pérdida del cuervo, que no volvió porque se divertía deslizándose por el tobogán de nieves perpetuas. Constantino nos cuenta que el pueblo tiene título sonoro porque combatió de lado del borbón y no del archiduque Carlos, o sea que tan tonto es negar la existencia secular de una Cataluña hispana y hasta bíblica, como su textura de nación con derecho a decidir. Inteligentemente. Al final y gracias a Laureano, aún llenamos de vino el maletero.
