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Los yayos

No conozo un abuelo que, ejerciendo de tal,vaya sin babero. Es el ciclo. Cuando andaban labrándose un porvenir y doctorándose en el difícil arte de la convivencia, apenas quedaba espacio para atender monerías. Como la jubilación da para saborear estos placeres, anteponen el deleite sobrevenido a los vicios y costumbres más arraigados. Y si los nietos les salen resueltos, ¡uf! Fríen a anécdotas a los amigos mientras se relamen con las ocurrencias. El crío si no es Messi le falta poco y, la chavala, es una princesa.

A Francisco Rocasolano, sin embargo, cuando se le dio carta de naturaleza a que la suya iba a ser la princesa oficial que más tarde se convertiría en la reina de este curioso país, se le debieron romper los esquemas. Y no porque aquella niña que revoloteaba junto a sus hermanas por los rincones de Torrevieja no se mereciese elegir lo que quisiera, sino porque desde su atalaya intuiría lo que se les venía encima. Sobre todo a ella. Para una persona corriente y moliente, caer en ese círculo presidido por el árbol genealógico plantado en el año catapún, los lazos de sangre, el protocolo y los vaivenes de palacio, debe ser fino filipino. Ha de atraerte mucho el maromo y estar muy convencida de digerir el companaje, para dar el paso. Dedicándose a la profesión que se dedicaba comprendes algo más el cambio. Pero, para los abuelos, ver cómo en las tertulias la ponían de vuelta y media y que Peñafiel la cogiera entre ceja y ceja, no tuvo que ser plato de buen gusto. Además se encontraron con rachas en que casi ni podían asomarse a la ventana para no toparse con una alcachofa de las nuestras. Y aunque no iban a contar, porque tampoco lo sabrían, cómo se llevaba Letizia con los suegros y con los cuñados, Francisco, que actuó de portavoz de los yayos, no puso jamás una mala cara. En fin, se lo debíamos.

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