Nos cuesta aceptarlo, pero, si examinamos la realidad, ¿encaja algo en ese caos universal que pringa el monótono transitar vital? Hice cuanto pude para sacar buenas notas, pero ahora entiendo que nunca hubo nada que entender: álgebra, biología o esa soporífera filosofía, todo plan de estudios aspira a distraernos. El colegio erigido en anestesia. Puse cara de enterado durante mi trayectoria académica. Emulaba así a los adultos. Esta argucia funcionó de chiripa. Finalmente logré un título académico. Podría decirse que soy un superviviente de la ignorancia. Y aquí sigo dando la tabarra.

Liberado de este capítulo autobiográfico, observo cierto paralelismo entre mi historia y la de esos individuos resignados en su indocta existencia. Nos invaden objetos cuyo manual de instrucciones guardamos en algún cajón de la cocina: televisor, frigorífico, secador y esa tostadora que dignifica el desayuno (comida primordial, no por cuanto diga el nutricionista zascandil, sino porque ayuda a digerir la asquerosa jornada). Si algo aprendí de Pilar Pardo, mi profesora de Lengua, fue a distinguir entre sujeto y predicado. Jamás advirtió, que yo sepa, de ese sujeto berzotas y desconcertado. Así que sujeto, objeto y predicado cohabitan inexorablemente.

¿Es posible reconciliarse? ¿Podríamos autodestruirnos? ¿Quién escribirá por fin las deseadas instrucciones del género humano? ¿O de esos hijos anegados de hormonas, neuronas y pésima educación?

Conocemos el territorio de un modo somero, pero, ¿quién domina el mapa? Se me ocurre esta salida metafísica: un botón autodestructor. Si los objetos disponen de manual de instrucciones, ¿por qué no también uno destructivo? En tanto que los sujetos carecemos de epítome, ¿cómo autodestruirse? Se trataría de autoaniquilarse en ese momento en que sujeto, objetos y predicados desarticulen su existencia. O sea: ya mismo.