Se supone que, dentro de la estrategia de las fuerzas independentistas catalanas, está la perspectiva de que el problema pueda alcanzar dimensiones tales que haga necesaria la intervención o la mediación de las instituciones europeas. Se desconoce sobre qué fundamento esperan que estas instituciones sean sensibles a una cuestión para la que no hay antecedente en la historia europea. En todo caso, supongo que tanto Artur Mas como sus aliados en el llamado «proceso» no ignoran que la prima de legalidad es al menos una cuestión indiscutible, que dispone a las autoridades europeas a favor de quien la cumpla, sobre todo en un proceso tan enmarañado y complicado como el que nos ha traído hasta aquí. Ya hemos visto que Europa no ha generado ninguna capacidad de intervención o mediación expresa en los procesos políticos internos de sus Estados, pero en todo caso, si presiona a favor de algo, es del cumplimiento escrupuloso de las normas legales. Así pues, podemos preguntarnos con qué criterio adicional al cumplimiento del derecho podrá intervenir una supuesta autoridad europea.

Si yo fuera independentista catalán podría pensar que Cataluña será objeto de simpatías históricas incuestionables. Este es un buen argumento. Se pueden dar muchas razones, y todas llevarán a identificar a Cataluña como una realidad histórica propia. Esto es indiscutible. Desde el libro de Orwell «Homenaje a Cataluña», pasando por la pléyade de exiliados catalanes que llevaron por el mundo la razón y el recuerdo de la Generalitat destruida por la Guerra Civil y el franquismo, una intensa corriente de simpatía se ha dirigido a la realidad catalana, y desde luego llega hasta la actualidad. Pero no hay que dar por sentado que la realidad catalana que constituyó el objeto de la simpatía general de la cultura y la tradición democrática mundiales se pueda comprender en continuidad absoluta con la actual reivindicación independentista. Más bien habría que reparar en una profunda discontinuidad. Para medir las simpatías que pueda reclamar Cataluña en esta situación, sería bueno preguntarse por esa continuidad.

Tras 40 años de gobierno de la Generalitat, todavía el emblema de la cultura catalana es la canción que para España entera identificó los anhelos de libertad frente a la dictadura, «L´Estaca», de Lluís Llach. La impresión que se tiene es que, después de todo este tiempo de libertad cultural incuestionada, Cataluña no ha sabido producir una literatura capaz de explicar al mundo sus realidades e inquietudes. El Durruti y el Andreu Nin que recibieron el homenaje de Orwell no tienen mucho que ver con Mas o con esa mentalidad pequeño burguesa arquetípica como Junqueras. Las figuras que en el exilio eran lumbreras universales en su arte y en el conocimiento, desde Pau Casal a Bosch Gimpera, no han tenido continuidad. Todavía Tàpies podía presentar su arte enérgico y airado en continuidad con el estado de ánimo combativo y de resistencia. ¿Pero dónde están sus herederos? Uno tiene la impresión de que la voluntad soberanista catalana actual no tiene un portavoz cultural que muestre que esa voluntad surge de una fuerza existencial profunda, enraizada en el sentir de todo un pueblo, que se expresa de forma persuasiva ante el resto del mundo para hacer valer la justicia de la causa. Ese portavoz no será Guardiola.

No, la voluntad independentista de la Cataluña actual no tiene épica. No genera continuidad con los comportamientos heroicos de otro tiempo. No tiene reflejos culturales reconocibles. Es un fruto político construido sobre cálculos políticos, que tiene sus rituales, sus hábitos y sus fijaciones políticas, pero que ya no surge de aquel orgánico vivir de una nación que alienta con la naturalidad de lo indiscutible, dispuesta a todo. ¿De dónde vendrá la simpatía esta vez para su causa? Cierto, en todos aquéllos para los que la tradición republicana española significa un valor histórico decisivo es fácil que se genere una fuerte vinculación emocional entre el estilo de Rajoy y su ministro del Interior y el odiado ancestro franquista. Pero es difícil que en ellos prenda una transferencia incondicional de simpatía desde Companys a Mas. Las simpatías de continuidad entre la época de la República se da con la gente de Podemos y de su plataforma. No con el pujolismo.

Nadie en el mundo tiene simpatía de verdad por el centralismo nacionalista del aznarismo, que es lo único que hay detrás del PP; pero al menos hay que decir que han sabido posicionarse a favor de la legalidad, lo que debe significar algo en quienes nos hemos pasado la vida denigrando el franquismo. En todo caso, si los independentistas catalanes piden ayuda a Europa, al menos pueden calcular fácilmente hacia dónde dirigirá sus simpatías lo más digno de la cultura europea. Quizá Cataluña haya vivido tan ensimismada en sí misma como para olvidarlo. Pero basta conocer algo de la cultura histórica dominante en Alemania como para comprender que el argumento de un nacionalismo fuerte no va a ser bien recibido.

En 1933, el filósofo y pensador Helmuth Plessner publicó un ensayo fundamental que en la segunda edición de 1959 recibió el título con el que es conocido, «La nación tardía». Como se ve, el libro tiene un destino vinculado al inmediato pasado de la historia alemana: la toma de poder por parte de Hitler y el inicio del camino de la República Federal Alemana. La tesis básica del libro describe la fatal coincidencia de un poder estatal ingente con la carencia de tradición política seria y ausencia de elites políticas representativas. Esa convergencia era fruto de dos procesos evolutivos divergentes: la inmensa capacidad técnica y productiva alemana y la incapacidad de reclamar para la política a los mejores espíritus desde Nietzsche. Por eso, Plessner lanzaba amargos reproches de responsabilidad a la filosofía alemana, cuyo desprecio por la política había dejado esta actividad en manos de la gentuza nazi.

Andando el tiempo, en 1998, en un volumen que se dedicaba a estudiar los contornos europeos de la historia alemana, el más conocido y prestigioso de los historiadores alemanes, Reinhardt Koselleck, escribió una profunda nota sobre el libro de Plessner en la que se preguntaba si Alemania era de verdad una nación tardía. En realidad, si se lee con atención la nota, Koselleck le daba la razón a Plessner. Alemania era desde luego algo parecido a una nación tardía. Pero su perspectiva era diferente. No se trataba de medir su proceso histórico con la forma casi excepcional de Francia. Pero sí se trataba, a fin de cuentas, de que Alemania no podía cifrar su perspectiva histórica intentando saldar las cuentas de una vez por lo que no había logrado en el pasado. Eso fue lo que hizo Hitler. En lugar, por tanto, de quejarse por no disponer de esa forma nación, era mejor explicarse por qué Alemania se había resistido a tener esa forma política en el pasado y qué camino histórico le estaba libre y abierto.

Esta reflexión de Koselleck sobre el libro de Plessner es muy relevante para España y para Cataluña. Pues la derecha española está perdida en el laberinto de su síndrome de nación tardía, anhelando ser algo parecido a Francia, mientras los independentistas catalanes creen que es también un accidente histórico superable el que no hayan forjado una nación política completa hasta ahora. Ambos creen que deben cobrarse una promesa que la historia, de forma incomprensible y arbitraria, les ha negado. Frente a este tipo de revisionismos históricos, incapaces de reconciliarse con la razón profunda que atraviesa la historia, Koselleck levanta su reflexión serena. El final de su reseña dice así: «Debería exigirnos ulteriores reflexiones el hecho de que precisamente sean las estructuras federales las que permiten caracterizar la historia alemana como pre-moderna, pero también, como se preferiría decir hoy, como postmoderna. Pues en estas estructuras están contenidas variantes de actuaciones que no hemos producido, pero que podemos invocar a la hora de la acción. En ningún sitio está escrito que la nación sea una meta de la historia, ni que alcanzarla sea un deber temporal medido y que el retraso en cumplirlo implique una penalización. Pero es seguro que la capacidad de acción política sólo puede ser preservada por la capacidad de lograr compromisos, y que el reconocimiento de minorías, esto es, la igualdad de derechos de lo desigual, es el presupuesto de toda comunidad de pueblos europeos. Ambas cosas son principios de experiencia de una historia estructurada de modo federal».

Esta historia es relevante para nosotros. Pues si se mira bien, la historia española es también, positivamente, la de continuas estructuras federales en acción. Presionadas por un poder central, que siguiendo el ejemplo de los familiares borbones europeos creía llegar tarde a la historia nacional, las estructuras locales y plurales persistieron de forma reactiva y firme. Estructura federal sin poderes federales, eso es la historia de España. Cada vez que hemos intentado construir un poder desde la base, se han manifestado de nuevo esas estructuras federales persistentes. Reconciliarnos con esa historia es estar en condiciones de incorporar esas prácticas de las que habla Koselleck, capaces de responder de forma adecuada a nuestra realidad histórica. Podemos fracasar cuantas veces queramos en la obtención de esas virtudes, competencias, hábitos, compromisos, formas de actuación, estilos políticos y orden institucional federales. En todo caso, esa conquista sería la única que podría responder a la estructura de un proceso histórico plural. Cualquier otro camino lleva a la violenta pretensión de imponer a la realidad un modelo normativo voluntarista, abstracto, con la excusa de que con ello se responde a una violencia igualmente arbitraria. Así no producimos sino el retorno de lo mismo, con su violencia mítica. Se engañan, con la buena fe del ignorante, unos y otros, quienes crean que ese fracaso, de nuevo, producirá alguna simpatía en Europa.