Lo ha presentado el presidente Obama hace unos días. Es un plan ambicioso, necesario. Pero tal vez llega tarde y con la incertidumbre de saber si se va a poder cumplir, ante el cercano horizonte electoral del país americano. Pretende reducir las emisiones de gases de efecto invernadero de las centrales termoeléctricas un 32% en 2030, respecto al nivel de 2005. Esto supone un cambio en el modelo energético americano que, como se esperaba, no va a ser asumido por una futura administración republicana, ni por muchos estados que tienen en la industria del carbón una de sus principales fuentes de ingresos. Por tanto, el Plan va a tener una difícil tramitación política y una más que incierta ejecución posterior. Es un plan de lucha contra el cambio climático; no es un plan de adaptación a sus efectos. Básicamente es un programa de medidas para sustituir la producción de energía eléctrica basada en la quema de carbón. Recordemos que los EEUU y China originan casi la mitad de las emisiones anuales de gases de efecto invernadero en todo el mundo, de ahí la importancia del anuncio que, además, supone un punto de partida necesario para la próxima conferencia del clima que se celebrará en París en otoño y de donde tiene que salir un nuevo acuerdo mundial de reducción de emisiones, el llamado acuerdo post-Kyoto. Mientras tanto, los informes sobre cambio climático que se están elaborando en los últimos años por parte de organismos, agencias y gobiernos de países trabajan con dos escenarios. Uno con emisiones iguales a las actuales, lo que supondría incremento de temperatura como mínimo de 3º C en 2100. Otro en el que se alcanza un acuerdo mínimo de reducción de emisiones, como el que propone ahora la administración estadounidense. En ese caso las temperaturas se incrementan siempre 2º C.