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Libre

Adriana: «Yo sueño lo que otras mujeres quisieran vivir. No pretendo mostrar mi debilidad ni, mucho menos, mi frustración. No hay tal. Desde que tuve uso de razón supe que la imaginación iba a ser mi gran aliada. Mi mejor amiga y confidente. Otras adolescentes de mi edad se divertían fingiendo ser adultas, se vestían como si lo fueran, se pintaban los labios, se colgaban pendientes, buscaban novio desesperadamente para que no las vieran solas, para no sentirse distintas, para que pudieran pronunciar frases sentimentales y dar besos con los que fingir un romanticismo mal entendido. Yo no. Yo me alejaba de esas tentaciones y no se me pasaba por la cabeza prestar atención a ningún proyecto de hombre al que pudiera tener acceso, por atractivos que pudieran ser a los ojos de las otras. Yo prefería imaginarlo. A mi manera. A mi gusto. Sin interferencias de la realidad. Sin la irrupción obscena de las limitaciones de la vida normal y corriente. En mi cabeza todo era perfecto: los lugares, las palabras, las personas con las que me cruzaba, el ser especial al que permitía cruzar las alambradas. Fueron buenos tiempos, pero no podían durar eternamente. La presión es demasiado fuerte y acabé asomando la cabeza fuera de mis dominios soñados para chocar contra los primeros desengaños. Estaba siempre preparada para la huida: bastaba una señal de peligro para emprenderla. Con Julio me confié. Era lo más parecido a uno de los hombres dignos de entrar en mis sueños.

Tal vez por eso me dejé llevar, bajé la guardia y no presté atención al humo que anunciaba el infierno venidero. El divorcio fue el mal menor después de cuatro años en los me sentí una marioneta con los hilos a punto de romperse. No le guardé rencor porque, en el fondo, no era mal tipo, sólo alguien con demasiadas minas íntimas acumuladas durante años y que hicieron explosión cuando pisé la primera al comprender que no era lo que yo imaginaba. No tengo prisa por curarme: he recuperado al placer de soñar, y en mis sueños soy libre».

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