Las transformaciones que la ciudadanía que apuesta por los cambios espera de los nuevos gobiernos debiese analizarse en una nueva clave, bajo un nuevo prisma. La pulsión de cambio vivida hace unos meses con la celebración de unas elecciones autonómicas ha dado lugar a un cambio de gobiernos que deben dar forma, no sólo a cuestiones programáticas, sino afrontar valientemente las profundas transformaciones institucionales necesarias para mejorar nuestra democracia y la participación ciudadana.

Dichos cambios deben manifestarse también ahondando en una nueva institucionalidad que supere paradigmas establecidos y, aprovechando las voluntades expresadas los discursos de tantos actores que hoy son gobierno cuando hablan de reformas profundas de la Constitución, procesos constituyentes y demás, se debería dar un ejemplo empezando por nuestras autonomías y comenzar a dar pasos en ese sentido.

Buen ejemplo de ello es la apuesta por la creación de un nuevo órgano como el de la Agencia anticorrupción, antifraude o como la quieran bautizar. Para que llegue a buen puerto debería concebirse como instrumento independiente de los gobiernos y al servicio del Poder Judicial y ante todo de los ciudadanos. El encaje de esta nueva institución independiente obligaría a profundas reformas y puede ser un ejemplo a seguir más tarde en una futura reforma global de la Constitución.

No se trata de ser tan ambiciosos como para incidir en la creación de un quinto Poder dentro del modelo de Estado como sucedió por ejemplo en Ecuador con la creación del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social; para ello hace falta abrir el melón de la Constitución y orientarla hacia modelos de mayor contrapeso y control entre poderes. Pero sí sería un primer paso seguir la senda de su Comisión de Control Cívico de la Corrupción y sus atribuciones como modelo alternativo y de apoyo a los tribunales en la persecución y denuncia de los delitos de corrupción.

Dicha Comisión goza de personalidad jurídica e independencia de los gobiernos así como de autonomía económica. Sus funciones son las de, sin interferir en la función judicial, tramitar sus pedidos y poner a su disposición otros casos, y al fin y al cabo se trata de una herramienta eficaz para luchar contra la corrupción en un país, Ecuador, donde este tema era un problema grave. Además su naturaleza es cívica y viene participada y compuesta por actores de la sociedad civil.

En nuestra sociedad la corrupción también se ha convertido en un mal sistémico y por ello no es de extrañar que se realicen este tipo de propuestas. Bien fraguadas y alejadas del control político de los gobiernos, más allá de los partidos, la propuesta debe fundamentarse en los pilares de la independencia y el poder ciudadano.

Algunos ya han intentado desnaturalizar la idea, bien sea por temor a que se aireen sus trapos sucios (que también los tienen), o bien por la inercia o ignorancia de los partidos de seguir pensando que una vez se alcanza el Gobierno todo debe estar dentro del Gobierno.

Y hacen bien quienes desde las Cortes Valencianes están defendiendo la independencia del órgano frente al Gobierno. Cometer ese error restaría toda lógica al propio organismo cuya naturaleza debe ser potenciar el control ciudadano sobre la corrupción. Nuestro sistema no necesita más corrales para partidos sino herramientas que ayuden eficazmente a perseguir y condenar a quienes desde los poderes públicos se dedican a saquearnos. La mayor responsabilidad del Gobierno actual no es tanto crear dicha Agencia, sino quedarse fuera de ella para hacerla verdaderamente útil a la Justicia y al poder ciudadano.