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El sofrito de cebolla

Acabamos de descubrir la mano, las manos. Tatos años con ellas y de repente, ¡zas!, oye, tú, mira las manos, vaya invento. El cuerpo tiene algo de desván en el que siempre encontramos algo nuevo que luego resulta que es antiguo. Lo más oculto es lo que está a la vista (véase La carta robada, de Poe), como las manos. ¿Qué creíamos que era ese artilugio de carne que se deslizaba por el teclado del cajero automático? Era una mano, en efecto, una mano con cinco dedos, cada uno de ellos con la memoria de algo.

El dedo recuerda el código del cajero mejor que tu cerebro. De hecho, si se lo preguntas a tu cerebro, no aciertas porque le haces un lío al dedo (y al cerebro). El dedo tiene detrás, en la palma de la mano, más conexiones nerviosas que un portátil de última generación.

Viene todo esto a cuento de la mano que ha encontrado en África un grupo de científicos españoles. Una mano de casi dos millones de años. No una mano completa se entiende, pero sí una falange a partir de la cual podemos reconstruir imaginariamente el resto. Y resulta que el resto es contemporáneo. En otras palabras, que ya servía para lo que la utilizamos ahora, sea en el onanismo o en el tajo, en la vigilia o en el sueño, en la casa de papá y mamá o en el burdel. Una mano de dos millones de años que ya entonces tenía la versatilidad de unos alicates perfectos, con su pulgar multifunción, como el del panda (véase El Pulgar del panda, de Stephen Jay Gould).

La pregunta, ahora, es si fue la capacidad manipuladora de esa mano la que construyó el cerebro o la capacidad manipuladora del cerebro la que construyó la mano. O si interactuaron de tal forma que crecieron juntos, aunque sin perder su individualidad.

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