Cuatro amigos de entre 18 y 24 años cenan a la intemperie unas tristes pizzas regadas con refrescos. Lo sibarita requiere de otro contexto menos cutre. Esta escena, aunque familiar, ha desembocado en noticia inaudita. Unos agentes sancionaron a los muchachos basándose en este imperativo legal: «la concentración de personas que se encuentren consumiendo bebidas o realizando actividades que pongan en peligro la pacífica convivencia ciudadana». Puesto que la normativa no especifica con o sin alcohol, la policía decidió amonestarlos. A fin de cuentas -pensaron (lo de pensar es un decir)- se perturba y altera el buen orden. Finalmente los multaron y sanseacabó.

Lo peor de este caso verídico radica en la perversión del término «orden». Abusamos de él hasta límites insospechados. Quien persevera en éste -jefe, madre o vecino- encarna en edicto sus delirios personales. Los docentes -profesión plagada de maníacos- asocian el silencio al orden. Otros asumimos que un aula con treinta adolescentes exige fragor y caos (y mi psiquiatra lo corrobora). Así que al final esta rareza de nombre «normalidad» recae en un asunto de ámbito mental. De este modo digerimos mejor tantísimas normas incongruentes. La normalidad como anomalía patológica, en fin. Retomando el asunto inicial, decíamos que comer en una plaza ha devenido en extravagancia. Y que, si la ley lo penaliza, mayor cuota de realidad le otorgamos. Es lo que tienen los reglamentos: lubrican el desvarío.

Soy de los que considera que las leyes se obedecen para disimular. Cuestionarlas conduce a la sabiduría. Y ya saben: de ahí al manicomio hay un solo paso. El loco desobedece las imposiciones estúpidas. Hasta anteayer todos comíamos en la plaza pública. En su día merendé reiteradamente en la puerta del colegio. Mi sobrina Isabel, a sus casi tres años, ya cumple a rajatabla esta otra «normalidad» impuesta. Por eso insistimos en que la normativa se acata para camuflarnos entre los normales. Sabemos que hubo un tiempo en el que comíamos en la calle, disfrutando en paz de la noche e incluso bebíamos horchata sin necesidad de sanción ni reprimenda policial. Ahora ya nada es igual. El tema es pasar desapercibidos, aparentar normalidad. Ante la ley sólo nos queda decir: ¡A sus órdenes!.