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"Guerra y paz"

La primera obra literaria sobre la que hice un trabajo escolar fue Guerra y paz. Me bastó un libro de argumentos de la literatura universal de mi tío Rafael para sacar nota. Sentía, mucho después, el temor casi supersticioso de acercarme al novelón original, entero y verdadero, por miedo a cerrar un ciclo, mi ciclo, pero ya llevo recorridos dos tercios del relato y no veo señales de desaprobación en el cielo. Ha sido un camino tortuoso: los elementos de las primeras partes son deliberadamente dispersos, fragmentados, piezas de un puzle echadas sobre una alfombra suntuosa pero, como en El Quijote o en el Tirant, es tanto mejor cuanto más avanza.

Incluso al leer la primera parte de Vida y destino (Vasili Grossman), me pareció que no debía pasar a la segunda sin acercarme antes al precedente de Tolstoi. No hay tal precedente: Vida y destino es lo más parecido a La Ilíada que se ha escrito en los últimos doscientos años; en Guerra y paz, pese al conocimiento de las maniobras de Austerlitz y de los documentos que retratan la batalla, pese a hablarnos de la valentía o del sacrificio como virtudes, no hay aliento épico que valga. Al contrario: una escéptica contemplación de los nuevos enemigos que fueron viejos aliados, o al revés, como trasunto de las jugadas políticas (eso es la guerra, según sus teóricos más preclaros).

Sumergido en mi lectura veraniega, la casualidad me trajo a El País, un seductor sabanazo de Mario Vargas Llosa, víctima como yo de una traducción que no parece mala sino, probablemente, atolondrada: le faltan dos revisiones para asegurarse de las concordancias de género y número y para salir al paso de la engañosa facilidad del ordenador. Es de Mondadori. Este es el Tolstoi anterior a su crisis religiosa: un formidable y desdeñoso petimetre, muy sensible a la belleza de mujeres y hombres o de una noche de invierno conduciendo trineos a la luz de la luna sobre un camino de nieve silbante. Y sí, es espiritual, es decir compasiva: uno se ocupa en nacer o se ocupa en morir.

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