Existen varias clases de mendigos. Los hay esquineros, eventuales o de larga duración y puesto fijo, que venden kleenex o limpian los cristales de los coches como manera de solicitar la limosna. Los hay predicadores de metro o autobús que cuentan sus penas antes de pasar la gorra, ante el silencio helado de los viajeros. Más impresionantes son los que se sientan en la acera, y a veces se arrodillan, implorando nuestro auxilio a través de un cartón donde relatan sus carencias y sus urgencias. Hay mendigos de ambos sexos, aunque prevalecen los varones; de diferentes edades, pero son más frecuentes los mayores y de los más distintos orígenes geográficos.

Para apercibirse de toda esta variedad, nada como se peatón en ciudades grandes. La mendicidad nos ha acompañado siempre aunque en estos últimos años resulta más patente y vocinglera. Daría la impresión de que la democracia y el modelo de mercado han hecho más visibles a los mendigos, han reconocido su derecho a vocear públicamente su condición. Antes, en la democracia orgánica, los mendigos estaban controlados y, generalmente, rondaban las puertas de las iglesias esperando que el sentimiento religioso de los feligreses les beneficiara.

¿Los mendigos consiguen su finalidad, vale la pena ser mendigo? Hay mendigos que son, además, vagabundos, y les molesta la organización. Prefieren, sobre todo en verano,vagar por calles y carreteras y ejercer su pobre libertad de circulación contentándose con las migajas de la sociedad. La mendicidad, sociológica y económicamente, es el último escalón de la desigualdad. Se pierde el empleo, la vivienda y la familia y ya uno se convierte en mendigo, aunque también entre éstos hay combinaciones de suerte y fatalidad e incluso un aprendizaje en la mendicidad, fruto de desventuras grupales y raciales que saben contar, por ejemplo, los gitanos. Dentro de muchas viviendas pobres hay también una mendicidad vergonzante, que no sale a pedir. Otros piden por ellos o se conforman con sobrevivir de las sobras de los inquilinos que, silenciosamente, adoptan a los vecinos más pobres de cada comunidad.

La economía de mercado tiene su índice de desempleados pero todavía no ha confeccionado su lista de mendigos, entre otras razones porque es, más bien, desempleo invisible, economía doblemente sumergida. Pero así como el mercado de trabajo tiene en los desempleados su índice de fracaso, el número de mendigos es, además, índice del fracaso del Estado de bienestar y hasta del tejido social. Antes, los mendigos formaban parte de una sociedad orgánica que veía en el infortunio un oscuro designio divino. Hoy, para muchos protagonistas de la modernización capitalista, los mendigos son vagos, culpables de su condición, a los que no hay que socorrer para no fomentar el vicio y la ociosidad y para mantener tensada la oferta de mano de obra barata.