El que va de paso tiene ciertas dificultades para conocer a la gente importante. Aunque yo vivía en Valencia desde 1971, nunca había visto a Jesús Martínez Guerricabeitia hasta el año 2000, cuando él ya pasaba de los 70. Yo estaba en la Biblioteca Valenciana y habíamos comenzado un ciclo de homenaje a los escritores de la tierra. Uno de los que pasó por el Monasterio de San Miguel de los Reyes fue el cronista de Alicante y entonces columnista de El País en la Comunitat Valenciana, Enrique Cerdán Tato. Sus artículos de prensa habían logrado irritar a Eduardo Zaplana, que entonces mantenía el pulso con el rector de la Universidad de Alicante, a quien Cerdán Tato había defendido con fuerza. Recuerdo que el conseller Manuel Tarancón me dijo «¡José Luis, te has vuelto loco!». Él no respondía de la reacción del president. No fue ni la primera ni la última vez que se produjeron aquellas tensiones. Pero nadie me dijo una palabra ante la que tuviera que resistirme.

Yo vivía esas situaciones con cierta ingenuidad. Esa es una de las ventajas de los que están de paso. Pero solo donde hay situaciones de riesgo pasan cosas imprevistas. Y una de esas cosas fue que al final del acto, mientras hablábamos en los corrillos, por fin conocí a Jesús Martínez Guerricabeitia. Es posible que si no hubiera forzado un poco la cuerda más de lo permitido, no hubiera sido un interlocutor creíble ante don Jesús y él no se hubiera decidido a darse a conocer. Quizá el proyecto de la Biblioteca Valenciana no hubiera tenido crédito para él sin aquel atrevimiento. No lo sé. En todo caso, el primer encuentro fue protocolario, apenas estrecharnos las manos y mediar algunas palabras de cortesía. Estoy seguro de que él ya albergaba la intención de explorar la posibilidad de entregar sus libros a la Biblioteca Valenciana, pero se mantuvo cordial y expectante. Ya había entregado su colección artística a la Universitat y, con seguridad, quería hacer lo propio con su ingente colección de impresos, libros, revistas, recortes de prensa. Lo que tenía que decidir era si la nueva Biblioteca sería el sitio adecuado.

Lo volví a ver el día en que se inauguró la exposición de una pequeña colección de grabados eróticos y dionisíacos de Picasso, que nos cedió la antigua Bancaixa y que lucía muy bien en la sala de recepción de la Biblioteca, en medio del intenso rojo corporativo de sus muebles. Como si controlara perfectamente el ritmo de su aproximación a la Biblioteca, mostró su interés en conocerla mejor, por dentro. Desde luego que yo estaba informado sobre su persona y conocía su trayectoria familiar en la Guerra Civil, su historia mítica de emprendedor en la España de postguerra, su emigración a América, su éxito como exportador de calzados, y luego su conexión con toda la vida política valenciana en los años de la resistencia democrática, y ya en la transición su ayuda para que importantes publicaciones democráticas salieran a la luz. Martínez Guerricabeitia dejaba que el rumor de su aura lo precediera. Luego se comportaba a la altura de su fama. Nunca abandonaba un sentido de la propia dignidad, un aire aristocrático de serenidad y distancia. Se sabía distinguido, pero no por eso hacía ruido. Más bien siempre se aproximaba a las cosas casi de puntillas.

En realidad, creo que estaba acostumbrado a las realidades implícitas, a las cosas que no se dicen, ni se tienen que mencionar, a las relaciones en las que no era preciso hablar demasiado. Al menos eso es lo que entendí que le gustaba. En realidad, él dejaba poco espacio a otra cosa que no fuera la franqueza. Era directo y, mientras esperaba la respuesta, miraba a lo hondo de tu persona. Sus ojos no observaban, escrutaban. Era uno de esos tipos ante los que te dices que lo único viable es que todo sea lo más natural posible. Cualquier estrategia me pareció completamente ridícula, salvo la de ser claro, preciso y poco hablador. Como él. Si de allí tenía que salir algo „todos suponíamos de qué se podía tratar„ sería sin forzarlo. A un hombre acostumbrado a hacer negocios y a conocer el fondo de fiabilidad de los hombres, se le debe dar el tiempo que él juzgue oportuno para sacar sus conclusiones. De otro modo, nada podría funcionar.

Cuando llamaron él y Carmen, su esposa, para ver cómo la Biblioteca ordenaba los legados y conocer sus instalaciones, me sentí aliviado. Era como si hubiera superado el examen de un juez riguroso y disciplinado, a quien no conoces en sus reacciones y respecto de quien no siempre estás seguro de si habrás estado a la altura de su trato exquisito. Fue muy agradable mostrarles los sistemas de conservación de las donaciones, los inmensos depósitos, la admirable ordenación del edificio. Recuerdo muy bien el golpe final de la visita y la cara de satisfacción de Jesús al ver que todos los donantes dejaban escritos sus nombres con tinta roja sobre los muros del Monasterio, en una lista que ya por entonces era larga, y que borraba el estigma de aquellas paredes, que durante casi un siglo no vieron sino los rostros entristecidos de presos. Creo que, durante todas las ocasiones en que nos habíamos encontrado, se había asentado en el matrimonio la decisión de depositar su biblioteca en San Miguel de los Reyes.

Había algo de intensa verdad en su forma de relacionarse. Uno no podía ni imaginar que Jesús hiciera algo arbitrario, o que sus pasos fueran reversibles. Pero naturalmente no hay nada que pueda arruinar más la confianza que querer asegurarla demasiado. La señal de que todo estaba bien avanzado en su intención fue una llamada por la que me invitaban a comer en su casa, en la Gran Vía Marqués del Turia. Alguien acostumbrado a dar señales muy estudiadas, como hacían los hombres de calidad del pasado, no te abre tu casa sin que en cierto modo esté dispuesto a alcanzar compromisos. Allí me enseñaron su biblioteca, ciertamente. Ya no cabían más libros en la casa y los estantes casi siempre estaban ordenados en doble fila. Lo más curioso es que todos los libros estaban perfectamente forrados con sobrecubiertas protectoras. Era evidente que aquella colección hincaba sus raíces en viejos hábitos, a cuya fidelidad Jesús prestaba el valor de un afecto que sin duda lo vinculaba a la memoria de la casa, de sus padres, a la huella imborrable de las experiencias originarias de la filiación.

No era un detalle aislado. La casa entera tenía un regusto de los hogares antiguos, sobrios, austeros. Todos sabíamos de la acomodada situación económica de don Jesús. Sin embargo, en el inmenso piso todo era discreto y por completo ajeno a la ostentación. El tipo humano de Martínez Guerricabeitia era el de esos puritanos que conoce bien quien tuvo contacto con los anarquistas de primeros del siglo XX. Yo no podía dejar de proyectar sobre él viejos recuerdos familiares, que tan convergentes me resultaban excepto en un punto, en ese que brota el específico ingenio y talento valenciano para los negocios, el coraje y la decisión emprendedora. La forma andaluza de los anarquistas resultaba más bien invencible en la resistencia. Martínez Guerricabeitia tenía a sus espaldas una intrépida y disciplinada historia de aventura económica, que yo no logro imaginar sin el resuelto carácter y apoyo de Carmen, una mujer que desde el primer momento en que la vi no parecía de las que se rinden fácilmente ante las adversidades de la vida.

Otros hablarán de su experiencia política a lo largo de la transición democrática española o de su intensa relación con la vida artística de la ciudad. Yo lo conocí demasiado tarde para eso. Sólo tengo la experiencia de su voluntad de donar su amplia biblioteca al patrimonio de todos los valencianos. En varias reuniones, ya siempre en su casa, dejamos listo el comodato por el que se podía regular el traslado de los impresos al Monasterio, para ser catalogados y ordenados, antes de dar paso a la donación definitiva. Yo no fui quien la firmó. Para entonces, ya volvía a estar de paso. Todavía recuerdo la pequeña exposición que hicimos cuando recibimos el legado. El cóctel que ofrecimos en el magnífico claustro renacentista, en el que conocí a su hijo José Pedro y a su familia, fue uno de mis momentos más felices al frente de la Biblioteca. Luego ya no volví a ver a don Jesús.

Me explicaron que, tras la muerte de su esposa, comenzó a internarse en el laberinto de su alma y fue cerrando las puertas conforme se adentraba en él. Poco a poco rompió su contacto con el mundo. Pienso en ese vacío que presentan las casas cuando pierden sus cuadros y sus libros. Quizá algo así pasa con las débiles ataduras de los recuerdos. También ellos son entregados al patrimonio común de la humanidad y ya no nos pertenecen. Pero si es verdad que nada humano puede ser olvidado, entonces esa generosidad por la que nos desprendemos de lo más propio, también debe ser testificada. Ese debe ser el sentido de las instituciones, garantizar la transmisión del recuerdo de lo importante.

Y así fue la noche del pasado miércoles. Su cuerpo recibió el homenaje de la institución que amó, como solo se ama aquello en lo que no se logra entrar. En el Paraninfo de la Universitat de València no sólo fue despedido por las palabras emocionadas de su hijo, catedrático de nuestra alma mater. Allí estaba el presidente de Les Corts Valencianes, rindiéndole un sobrio y digno homenaje, y el conseller del que depende la Biblioteca Valenciana, alguien que no pudo conocerlo por su juventud, pero que evocó su generosidad con nobles palabras. Sin embargo, fue el rector quien logró conmovernos con un sentido recuerdo y semblanza de un hombre con el que se va una época de lucha, de trabajo, de dignidad, de generosidad y de austeridad. Si los nuevos poderes quieren dotarse de alma, y no dar la impresión de estar en el vacío, tendrán que reconstruir una tradición con hombres como Jesús Martínez Guerricabeitia. Eso pensaba yo mientras escuchaba un magnífico Cant dels Ocells que acunaba los recuerdos de tantos amigos. Esa es la tarea, si queremos tener la esperanza de cruzar el profundo desierto presente.