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Datos para un plebiscito apócrifo

Por más código legal que se invoqueen el ambiente está que el voto de hoy equivale a un claro sí o un rotundo no a la secesión catalana de España.

Disculpará el lector que insistamos con Cataluña, pero hoy nos sentimos obligados. Nada es lo que parece en estas elecciones, en las que el ponderado seny se volatiliza en favor de la impulsiva rauxa. Salvador Dalí no lo hubiera imaginado más dadaísta. Para empezar son unos comicios que unen a diversos partidos en listas frentistas, lo que retrotrae a los años 30. Y buena parte de esas listas consideran la votación el equivalente a un referéndum, lo cual es imposible según la otra parte contratante, que esgrime la ley para invalidar cualquier propósito plebiscitario. Pero por más código legal que se invoque, en el ambiente está que el voto de hoy equivale a un claro sí o un rotundo no a la secesión catalana de España.

Pero hay más, mucho más lío que el observable a simple vista. Esta noche, sin ir más lejos, no bastará con saber el reparto de escaños y la suma de hipotéticas coaliciones para un futuro Gobierno. Hay que fijarse también en los votos totales, que pueden dar mayor o menor legitimidad moral a la victoria en clave de plebiscito aunque no sea legal ni se le parezca. Así que habrá que esperar al 99 % del escrutinio para irse tranquilo a la cama.

Ya se sabe, no obstante, que la victoria soberanista se autocumplirá con la mitad de los escaños más uno, instante a partir del cual no se proclama la independencia ni nada por el estilo: se inicia el Proceso, con mayúsculas, tal vez€ Se empieza a desenchufar de España por decirlo gráficamente, una tarea ardua según parece: no se apaga la luz y punto sino que paso a paso se van bajando interruptores de una amplia caja de conexiones, que para unos se remontan a más de cinco siglos (a la unión dinástica de los Reyes Católicos, 1479) y para otros a las imposiciones antiforales de los Borbones tras la guerra de Sucesión (con la capitulación de Barcelona, 1714).

Hasta hoy mismo, las encuestas han aclarado poco el panorama. Ha habido un ligero aumento de expectativas de los partidarios del Sí, pero el baile entre mayorías de escaños y de votos sigue muy activo. Los expertos demoscópicos se contradicen. Todos apelan al voto oculto, a la papeleta vergonzante, al síndrome de Estocolmo€ Unos piensan que la campaña ha beneficiado a los siístas, otros a los federalizantes y, los menos, al españolismo rampante. Cataluña ha sido, tradicionalmente, un espacio electoral asintomático.

CiU se la pegó en 2011 con unas elecciones anticipadas que presagiaban su mayoría aplastante€ El PSC de Pasqual Maragall terminó gobernando en 2003 cuando menos se esperaba gracias al invento del primer tripartito€ Pero recuerdo, sobre todo, las primeras elecciones al Parlament. La prensa extranjera decía que Barcelona era en aquellos tiempos „finales de los 70„, la Bolonia española, de tanta efervescencia izquierdista que se manifestaba a diario, emulando a la ciudad italiana conocida como la città rossa, feudo incontestable del PCI. Para sorpresa y pasmo, ganó un nuevo partido fruto de la coalición alumbrada por Jordi Pujol mientras el secretario general de los socialistas catalanes, Joan Raventós, se sumía en una profunda depresión. Pujol supo muñir el apoyo de la UCD y de ERC para convertirse en el primer sucesor de Josep Tarradellas en la nueva Cataluña democrática.

Ahora puede pasar cualquier cosa y es bastante probable que el escenario final sea particularmente diabólico, con victorias pírricas repartidas entre todos. A partir de ahí volveremos al conflicto verbal y al trazo grueso de la batalla mediática. Pero resulta curioso tener en cuenta que, según otras encuestas menos específicas, más del 60% de los votantes que se declaraban de Junts pel sí y hasta de las Cup no consideran ni probable ni verosímil la proclamación unilateral de la independencia, pero estiman que la victoria electoral en este amago de plebiscito servirá para ganar posiciones ventajosas en una futura negociación. Es decir, no creen en Kosovo pero en cambio apoyan una táctica semejante a la de Syriza en Grecia frente a la Unión Europea.

Más datos sorprendentes. Un periódico madrileño publicó hace semanas que el grueso de los indecisos, en torno a un 20%, se concentraba entre un millón de inmigrantes. No es de extrañar. Hay dos motivos que avalan esta hipótesis. La primera es la enorme diferencia de movilización entre las elecciones autonómicas y las generales en Cataluña a favor de estas últimas, tendencia que, sin embargo, se alteró en los comicios catalanes de 2012, con una participación que rozó el 72 %. Los sondeos, ahora, vaticinan una afluencia del 74 %. Eso supone que a las 2 de la tarde haya votado más del 40 %. Anótenlo para seguir con emoción la jornada desde la hora de la comida.

La segunda razón es que según la demógrafa Anna Cabré, el 60,3 % de la población catalana en 1999 era de origen inmigrante. Lo cual dice a favor de la capacidad de Cataluña para integrar foráneos, aunque para ello utilice mecanismos tan sutiles como el fútbol: el factor Barça, equivalente a los casales falleros en Valencia como elemento de integración. O sea, que con ocho apellidos catalanes apenas queda nadie en el Principado. Y si lo extrapolásemos, resultaría que, sin inmigración y sin residentes extranjeros, Cataluña tendría ahora poco más de 2,5 millones de habitantes frente a los 7,5 con que cuenta en la actualidad censal.

Uno de los últimos episodios de la campaña versó, precisamente, sobre la nacionalidad. Oriol Junqueras sostiene que los catalanes independizados podrán tener la doble nacionalidad con España siempre que lo deseen. Además, los clubes deportivos seguirán en las ligas españolas, y nadie provocará un boicot comercial ni levantará fronteras arancelarias ni cosa semejante... El Proceso, pues, será a la carta. No habrá Guerra de los Rose sino un divorcio civilizado y hasta simpático, a lo Woody Allen.

Y más datos para los crean, todavía, que la desafección catalana es, básicamente, una cuestión económica y no una euforia sentimental „muy Disney según Arcadi Espada„. Si hay que negociar dinero a partir de mañana, los independentistas señalarán que el déficit fiscal catalán, lo que pagan de más a Hacienda por lo que reciben del Estado, asciende a 16.000 millones de euros anuales. Ahora bien, hay otro déficit, el comercial, que arroja números igualmente sorpresivos: el déficit catalán „compran más que venden„ es superior a los 12.000 millones, casi la mitad del total español. Mientras, la balanza valenciana obtuvo superávit el año pasado: ¡cerca de mil millones!

Pero es que, además, aproximadamente la mitad de esas exportaciones catalanas van al mercado español: más de 44.000 millones de euros anuales, con un saldo favorable a Cataluña superior a los 17.000 millones, lo que equivale al 8 % de su PIB, que no es poco. Y son las comunidades vecinas, primero Aragón y luego Valencia, las que más productos catalanes compran, cada una de ellas más que el Reino Unido, Holanda, los EE UU o China, por ejemplo.

Luego el independentismo, contra la opinión de muchos, no se fundamenta en oprobios económicos, pero tampoco es una fiebre pasajera. Desde Madrid se suele pensar en esos términos y pasa lo que pasa. Hace dos siglos ya ocurrió en Cuba porque desde la metrópoli se analizó mal la coyuntura. La nación, que diría Ortega, no es una realidad incontestable e imperecedera, más bien es un enamoramiento político, inveterado pero no jacobino en el caso español, que conviene avivar con frecuencia. Lo de hoy, ya dicen, acaba con una despechada butifarra. Y con una paradoja más: las elecciones de este domingo terminarán influyendo más en el destino electoral de España que en el de la propia Cataluña.

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