El 27-S es la historia de dos comunidades que conviven pero no se escuchan. Y que van a votar. El 27-S se convierte en la máxima expresión democrática de la incomprensión, de la voluntad de ignorar y del ejercicio libre de la imposición. Una situación a la que se ha llegado con culpas compartidas.

Son ya conocidos los ataques del Partido Popular a los catalanes que le han supuesto bastantes réditos electorales temporales, especialmente en Valencia, Baleares y Madrid. Desde el recurso ante el Tribunal Constitucional para limitar un Estatut aprobado por los catalanes hasta las acometidas para controlar una lengua como el catalán „minoritaria incluso en Cataluña„, junto a la reducción de les inversiones han acabado por configurar una imagen de España que divide y aleja. Una España que no quiere a Cataluña.

Pero los políticos catalanes no están exentos de culpa. Después de años utilizando el tradicional victimismo del que han hecho gala y que siempre ha supuesto una buena fórmula para agitar el árbol y poder recolectar las nueces, ahora han buscado el choque de trenes abiertamente usando las mismas armas, el mismo talante de desprecio, que han mostrado tantas veces los populares contra los catalanes.

No se puede obviar el momento político, a pocas semanas también de unas elecciones generales en las que la izquierda podría volver a gobernar España. Para escurrir el bulto, en Cataluña, las dos derechas, tanto el PP como la lista de Junts pel Sí que lidera Artur Mas, han desplazado el debate a la emotividad: el miedo frente al miedo, la amenaza contra la amenaza. Incluso en aspectos económicos. «Cataluña se hundirá fuera del euro -como ha dicho Merkel, Cameron y Sarkozy-, no podrá pagar pensiones, y corre el riesgo de un corralito», argumentaron los populares. Por su parte, la forma en que los nacionalistas catalanes han afrontado el debate me hizo recordar al hostigamiento que el PP de Zaplana y Camps hizo del gobierno de Rodríguez Zapatero. Con la única voluntad de recabar el máximo de apoyo electoral. Ya he dejado escrito el paralelismo entre Francisco Camps y Artur Mas: Rellenar las listas con famosos -desde presentadores de Canal 9 a deportistas de élite-; apelar al enemigo exterior -entonces en la figura de Zapatero-; amenazar con el freno al desarrollo de un pueblo escogido o incorporar partidos de la oposición a la candidatura de los «buenos» -Unión Valenciana fue absorbido por el PP-. Son múltiples los «dejà vu» valencianos que remiten en este «momento excepcional y único que se vive en Cataluña».

De esta manera se ha dejado de lado el paro, los desahucios e incluso la crisis de los refugiados sirios. Y en la voluntad de ignorar y de imponer determinados silencios también ha quedado orillado el president de la Generalitat Valenciana, Ximo Puig. El nuevo mandatario ha intentado hacer llegar la voz de los socialistas que pretenden una nueva financiación para las comunidades que más están aportando a la caja común. No consiguió ni abrir el debate obvio: ¿un frente unitario entre Cataluña, Valencia y les Illes Balears para negociar una mejor financiación no tiene más posibilidades de prosperar que una independencia?

Con el debate instalado entre la amenaza nihilista y la eterna sordera a uno y otro lado del Ebro, uno se pregunta que sentido tiene el voto de hoy: ¿los catalanes votarán «sí» para iniciar el camino de segregarse del Partido Popular español como desearían la mitad de los españoles? Con todo, seguro que el «procés català» no acaba hoy. Unos y otros han prometido que no van a cambiar. Les cueste lo que les cueste.