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Actrices y actores

La atracción que ejercen estos artistas de la ficción es algo bien sabido, y podríamos decir que lógico. Personalmente, nunca he ocultado mi debilidad por estos seres que se dejan la piel metiéndose en la de otros seres imaginarios hasta hacerlos creíbles y a menudo fascinantes. Así que me he apresurado a comprar el libro que Manuel Gutiérrez Aragón dedica «A los actores», con ese título. Y encuentro, en seguida, esta afirmación: «El primer conocimiento de la película es un conocimiento carnal: la cara y el cuerpo del actor o la actriz, victos ya en otras películas, poco a poco convertidos en amigos».

A partir de la certeza, Gutiérrez Aragón, que en su anterior etapa de cineasta ha dirigido a los mejores, aplica su experiencia y capacidad de análisis para hilvanar, aderezadas con anécdotas y ejemplos sugestivos, una excelente y amena reflexión sobre esos profesionales imprescindible e impredecibles que son los actores. Y como notable escritor „y académico„ que ahora es, expone a la perfección cualidades, matices, flaquezas y excelencias de la difícil tarea actoral. Sostiene atinadamente: «la naturalidad no es natural y debe estar tan controlada como la sobreactuación». Por lo que las páginas del pequeño, sustancioso libro, desfilan curiosas aproximaciones a muchos nombres populares, como Angela Molina, José Coronado, Pepe Sacristán, el gran Fernando Fernán Gómez, junto a autores y tratadistas de la interpretación, que conoce a fondo. Sobre la debatida, posible diferencia de actuar en un escenario o ante las cámaras, se muestra tajante: «Lo que vale para el cine, vale para el teatro». Yo pienso en el reciente éxito de Nicole Kidman en un teatro de Londres, demostrando que la «estrella» es, ante todo, buena actriz.

Bien es verdad que los intérpretes valiosos y de fuerte personalidad se imponen, ellos mismos, más allá de los entes de ficción que han de encarnar en cada ocasión, y nos encandila principalmente su magnetismo personal. Un buen ejemplo es el de esa peculiar figura que ha vuelto a motivar la atención de los medios al cumplirse hace poco el centenario de su nacimiento: Ingrid Bergman. Un caso de «antistar» que, desde su Suecia natal, llegó a Hollywood sin someterse a los sofisticados cánones de belleza de entonces vigentes. Reacia a los artificios, calzando zapatos sin tacón para no apabullar por su estatura, mostrando su rostro limpio y su aspecto saludable, introdujo un nuevo look que refulgía por debajo de sus caracterizaciones, ya se tratara de la enamorada romántica de Intermezzo, la sufrida esposa de Lus que agoniza, o se convirtiera en monja, médico, espía, adoptara la imagen de Juana de Arco, Anastasia, Golda Meir, o diera un vuelco para hacer otro género de cine con Roberto Rosellini o con su compatriota Ingmar Bergam. Es posible, sin embargo, que muchos la recuerden, sobre todo, como la inolvidable «Ilsa» de Casablanca, frente al también inolvidable Humphrey Bogart, musitando la jaculatoria mítica: «Siempre nos quedará París».

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