De pequeño pisaba los charcos con la ropa de domingo. Con 12 años se atrevió a pedir un baile a la niña que lo llevaba enamorado y a la que no se atrevía ni a dirigirle la palabra. Probó el llanto del amor no correspondido y se refugió en el tabaco, como todos. Comenzó a trabajar muy pronto y en la posguerra emigró a Bélgica para ayudar económicamente a su familia. Volvió para casarse y dedicó su vida a su trabajo entre clientes de un hotel. La crisis del sector le llegó con 62 años. Con 40 años cotizados, el Fogasa se ocupó de él tras la deslealtad de su jefe al que creía amigo. Centró entonces todos sus esfuerzos en el cuidado de su familia: aprendió a cocinar, a limpiar, a hacer la compra. Superó un infarto y un cáncer de pulmón y de próstata y siguió firme, dando estopa. Con 82 años, el tumor le visita de nuevo con bríos renovados aprovechándose del terreno devastado por la edad. Después de tanto dar, vulnerable y apocado, sólo espera recibir un tratamiento digno y rápido que palíe la enfermedad y que le permita vivir con dignidad el tiempo que le queda. Tres meses después de diagnosticado el cáncer sigue sin tratamiento, con un deterioro implacable. No se sorprende de la banalidad con la que se habla de diagnóstico precoz y del derecho a una vida o muerte digna. La Sanidad le trata con tal distancia que ante el médico no encuentra las palabras para describir su estado. No hace falta, el galeno lo ve en el historial: el ordenador es la clave, para qué contar su historia. Que pase el siguiente.
Si pudiera, también se pondría una camiseta como la que lució en la entrega del Planeta la escritora Alicia Giménez Bartlett con la leyenda «Merde», en el mismo francés que aprendió cuando salió de España a finales de los 50. El Estado tiene muchas deudas pendientes y esta no es menor, porque cuando una sociedad como la valenciana somatiza la precaridad de la sanidad, convive con ella sin sospechar que recibe una atención a años luz de otras comunidades autónomas.
