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Libros de texto

Como estamos convencidos con Oscar Wilde de que sólo el lujo (y el AVE) son imprescindibles (en España, cada hombre, un soberano), se nos ocurren un millón de maneras de ahorrar en fruslerías. Por ejemplo, en libros que son un objeto de placer que dura mucho más que una trufa negra de buen tamaño, más que un polvo cumplido, más que un estupendo festín con tres platos y postre, más que una película de George Clooney. Ahorramos, muy concretamente, en libros de texto: le dan, al cabeza de familia, cien euros al empezar y otros cien, al final de curso, si el nene o la nena devuelven los libros intactos o en buen uso. ¿Contará Hacienda la calderilla como ingreso extraordinario?

No sé que es peor, si ese estilo mendicante que da en racionar las monedas, pocas y pequeñas, o ese estímulo, supuestamente cívico, del reciclado, las buena maneras y la renuncia a la caricatura de la autoridad competente. De toda la vida, los libros de texto han desencadenado, precisamente porque no lo pretendían, el talento satírico, la capacidad de añadirles a las cien, o más, figuras universales, una barbita de chivo o una cresta punkie. Hasta un señor tan comedido como Azorín „que sobrevivía en su larga ancianidad con sobrecitos de azúcar disueltos en agua del Lozoya„, hasta ese señor de sombrero y cutis de marfil antiguo, decía que los libros están para subrayarlos, añadirles notas al margen, pegarles post-its y adendas, sujetas con cinta adhesiva, doblarles los cantos para encontrar la cita y otras mil perrerías. El libro ni siente ni se duele: eso lo hacía el que lo escribió.

Por otro lado, no sé si los ilustres administradores de los recursos educativos „que a veces han leído incluso más de un libro„ no sé, digo, si entenderán que en muchas casas no hay otros libros que los libros de texto y que sacarlos de allí es como contarles las aspirinas a los jubilados con la excusa de evitar la automedicación. Coño, paguen los libros y olvídense de ellos, que luego cada cual los tratará según su personal idiosincrasia: a mi me encanta olerlos cuando son nuevos, pero juro que nunca he ido más lejos.

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