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La suerte de ser deseada

Hay que tener mucha suerte para llamarse Deseada. Pero mucha, mucha. Hay que haber tenido suerte y haber recibido amor a raudales desde incluso antes de nacer. Es lo primero que pensé, no sin cierta envidia, cuando oí su nombre, propio de folletín romántico, en boca de una enfermera de la sala de mamografías de un hospital de Valencia. Deseada. Busqué inmediatamente con la mirada a la afortunada propietaria del nombre. Y me encontré con una señora menuda de mediana edad, rubia canosa y aspecto juvenil que avanzaba segura y rápida a la sala donde se recogen los diagnósticos. La acompañaba su marido quien, móvil en mano, se quedó pensativo fuera, cuidando de su bolso y su fular. Pensé en Deseada y en la suerte que tenía, ciertamente, pero sobre todo me imaginé a sus padres, seguro que ya muy mayores, pero entonces jóvenes. Les vi casándose allá por los cincuenta y tantos, y estrenando casa. Y les vi pasando los años, uno tras otro, y no siendo ya tan jóvenes empezando a preguntarse porqué el bebé no llegaba a pesar de lo mucho que se quieren. Y las preguntas de familiares y amigos, siempre indiscretas. Y los consejos. Les vi poniendo toneladas de amor y piel en cada intento, mientras el deseo depositado en el que no llega va en aumento, contaminado por la frustración y la tristeza.

Y un día llega, cuando ya nadie pensaba que podría ocurrir. Y para que no le quepa nunca duda de la buena nueva que supuso su llegada, a la niña la llaman, por siempre, Deseada. Que lo fue en su momento „y mucho„, y sin duda lo es todavía, como refleja el rostro preocupado de su marido en la sala de espera. Y pienso en Deseada al pasarse lista en el colegio, en el instituto o en la universidad y en el universo de bromas y respuestas originales para dejar sin habla al interlocutor. Y me llaman a mi y me voy de allí pensando que tengo muchísima suerte. Porque cuando salgo por la puerta, Deseada todavía está dentro. Ojalá le vaya muy bien.

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