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Más que ídolos

Esto que voy a contar le pasó a un amigo mío muy amigo cuando menos se lo esperaba. Era una noche de principios de diciembre, y una de tantas preocupaciones le había arrastrado, ojeroso y a medianoche, de la cama al sillón del comedor. Enfrente, la pantalla blanca del televisor lanzaba al exterior una escena, al principio como desconocida, pero poco a poco se fue convirtiendo en algo entrañablemente familiar. Un joven con pantalón corto y zapatillas deportivas lanzaba insistentemente un balón a la canasta en un polideportivo desierto de una ciudad media americana. El reto de este joven jugador no era sencillo: su equipo debía enfrentarse a los mejores desde una posición de absoluta humildad. Para ello, contaba con el talento de un veterano entrenador, un perdedor curtido en mil caídas y con todo ganado ya.

Y así estaba mi amigo, que es un hermano para mí, embelesado porque alguien hubiera decidido programar esa película justo en ese momento cuando algo inaudito le sucedió. Justo era el momento final, cuando faltaban pocos segundos para que el equipo del film decidiera si quería ganar y pasar a la historia o permanecer por siempre en el corriente anonimato. En las gradas la gente gritaba y el sudor empapaba el cuerpo cansado de los jugadores. Era tiempo muerto. Y no sabe cómo ni de qué manera pasó pero, de repente, una mano empapada surgió rápida de la pantalla y lo arrastró, a través del tiempo y del espacio, de la quietud de su salón familiar a una destartalada cancha de baloncesto abarrotada de ruido, afectos y latas de cocacolas. Y estaban allí, todos ellos. Sus ídolos. No faltaba ni uno. Dan, Fernando... Y lo supo. En aquel instante decisivo. Supo que tenía que coger el balón, tirar a canasta y después, mirando fijamente a la cámara de televisión que lanzaba su reflejo a un comedor vacío, susurrar: «me quedo aquí». Y ya nunca más volvió.

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