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Campos de alcachofas

Cuando estalló Chernóbil, el pintor Ripollés me dijo: «Estos, follaven sense condó». Es una tradición rusa y siniestra. En vez de minimizar las pérdidas humanas, no darles importancia: ni en la guerra, ni en la construcción de Petrogrado, ni en la carrera espacial (no sabían si el astronauta pionero Yuri Gagarin volvería, pero volvió. Luego se rompería la crisma persiguiendo a una camarera). Llevo leídas apenas veinte páginas de Voces de Chernóbil y ya ha aparecido una esposa enamorada que compra docenas de garrafas de leche porque piensa que así salvará a su marido y a los compañeros del turno de bomberos (también yo creía que el yogur curaría el cáncer de mi padre). Y, retornada, la vieja visión de una chica, preñada por un policía nazi, que trata de suicidarse dándose con un ladrillo en el cráneo.

Una vez intenté entrevistar a Martin Villa y me hice el gracioso y elaboré un cuestionario concienzudo. No sirvió de nada; contestó lo mismo, siempre y en cualquier caso: la consigna del día. Contar cosas, cosas de verdad, cuesta un montón: duele, tardas, no siempre cobras (pero, a cambio, pierdes kilos), en vista de lo cual, preferimos poner la alcachofa delante de los parleros de la política, afirmar nuestra pertenencia, afianzar la trinchera. Un delegado del Gobierno me llamó la atención por preguntarle al jefe de los forestales con qué especies iban a repoblar el monte, de qué iba a preguntarle ¿De la marcha de la Bolsa de Hong Kong?

Toni Mollà me descubrió el libro Crónicas de la América profunda, de Joe Bageant. La América profunda es como Cuenca con monseñor Guerra Campos antes de las Cortes de Cádiz, todo en una ¿A que les entran sudores fríos? Pues hay que aguantarse: como Bageant, que trasmite el calor, la palpitación humana, de estas catervas de adoradores del rifle y la caza furtiva, de las prédicas apocalípticas y el imperio: sí, mi cafre, mi hermano. El conocimiento que trae respeto: si reventara la nuclear de Springfield quizás fueran los primeros en acudir a apagarla. Como bomberos bielorrusos combatiendo con leche a los rayos gamma.

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