Ni el más ingenioso de los cuentistas sería capaz de concebir una comedia bufa como la que acontece en Cataluña, tanto, que ni siquiera se puede explicar en tres actos como suele ser la norma en este subgénero teatral.

Preludio. Todo comienza con una ensoñación antigua en el tiempo. La ideología nacionalista, ideada siglos atrás para cristalizar Estados como Alemania o Italia, ha arraigado en algunas minorías de la población que pretenderían que sus regiones, integradas en Estados, se convirtieran a su vez en Estados. Pero esa etapa de la historia ya pasó. Ahora, la ideología dominante es la de crear grandes áreas de intereses, más allá de los Estados-nación, del tipo de la Unión Europea, por lo que, aunque sobrevive la ensoñación nacionalista, el viento de los tiempos sopla en otra dirección. Cataluña es una de las regiones en que sigue viva la ensoñación nacionalista, que en los últimos años ha cobrado cuerpo en cerca de dos millones de personas de un total de más de siete millones, resultado de una lenta y meditada intoxicación educativo-cultural que ha concebido la independencia como la realización de una utopía, lejos de España, que conducirá a los catalanes al Edén.

Primer acto. El president de la Generalitat, tras varias escaramuzas anteriores (declaraciones, consultas declaradas inconstitucionales y un largo rosario de actos de desafección y reproches al resto de España), convoca unas elecciones autonómicas plebiscitarias, modalidad inexistente en los ordenamientos jurídicos español, catalán e internacional. De esta circunstancia es advertido por una multitud de partidos, juristas y expertos, pero lejos de cesar en el intento el president de la Generalitat proclama, cual pequeño dictador de su ínsula barataria, que el plebiscito no tendría en cuenta el número de votos, sino el de escaños conseguidos, de manera que si su coalición de partidos obtenía la mayoría de escaños del Parlamento catalán el plebiscito se consideraría ganado.

El resultado de las elecciones arrojó como resultado el rechazo mayoritario de los partidos independentistas. Y la coalición de partidos en la que Artur Mas se escondía no obtuvo, tampoco, la mayoría de escaños. Ni siquiera la CUP dio por ganado el plebiscito, al no obtener los independentistas la mayoría de los votos en las elecciones autonómicas.

Segundo acto. Sumados los escaños de la coalición Junts pel Sí y de la CUP „un partido independentista, antisistema y contrario a los valores, ideas y programa de la coalición de Mas„ tienen la mayoría absoluta en el Parlament de Cataluña. Entonces Mas saca de la chistera su segundo conejo, una declaración parcialmente independentista, nueva modalidad en la historia de la humanidad, adoptada por el Parlament por una mayoría muy ajustada integrada por los parlamentarios de su coalición y los de la CUP. Una declaración que inicia el proceso independentista, que se desengancha del Tribunal Constitucional al que califica de ilegítimo, que ordena al Gobierno de la Generalitat que solo obedezca al parlamento catalán, y que exige que el Gobierno de la Generalitat envíe al Parlament en el plazo de un mes dos leyes de desenganche de España: la de la seguridad social y la del régimen tributario catalanas.

La declaración solemne tiene como broche de oro el aplauso cerrado y en pie de los independentistas; los no independentistas, unos permanecían sentados en silencio, y algunos en pie exhibieron banderas catalanas y españolas, simbolizando que se sienten tan catalanes como españoles. Un final de escena que merece un lienzo historicista, al modo de los elaborados por nuestros grandes pintores del siglo XIX.

Tercer acto. El Gobierno central recurre la declaración independentista y el Tribunal Constitucional, en cumplimiento de la ley, suspende sus efectos. La notificación del Constitucional se notifica personalmente a los cabecillas de los insurgentes que, sorprendentemente, la reciben en un acto de sometimiento. Y a este acto de sometimiento sigue otro, el de la presentación por los insurgentes de alegaciones ante el mismo tribunal. Y en dichas alegaciones se desdicen de la letra de la declaración. Así, la declaración independentista no lo sería, sino solo un conjunto de deseos, una aspiración sin carácter jurídico. Pero el Tribunal Constitucional la anuló por unanimidad.

Cuarto acto. Mas, tras varios intentos de investirse presidente, no lo consigue, porque para ello necesita los votos de la CUP, y los antisistema ponen como condición que Mas no sea presidente. Al vetarle, la CUP veta al representante más conspicuo de un partido corrupto que ha presidido la vida política catalana hasta nuestros días. Pero resulta que la coalición Junts pel Sí considera que el proceso independentista solo puede ser conducido por Mas. Líder y proceso son la misma cosa.

Hemos llegado a un momento álgido que no encuentra semejanzas en el pasado. Lo importante no es la independencia de un pueblo. O, si se prefiere, el pueblo se perdería en el desierto hacia la tierra prometida, sin Mas. El pueblo catalán ha encontrado a su Moisés. Y el líder está dispuesto a todo con tal de que sea él quien conduzca el proceso hacia la independencia, y hace todas las concesiones imaginables e inimaginables a la CUP. Está dispuesto a ser un presidente florero rodeado de vicepresidentes ejecutivos. Y amenaza con convocar nuevas elecciones. ¡Sin él no habrá independencia! Y los suyos le siguen fielmente.

Quinto acto. El gobierno de la Generalitat en funciones pretende igualar su proceso independentista al de Kosovo. Envía emisarios con la buena nueva a todos los rincones del mundo, pero todos les miran con indiferencia o con desprecio. La declaración solo consigue que las inversiones y las empresas comiencen a huir de Cataluña. Intentan conseguir financiación en el exterior y no la consiguen. La nefasta gestión de sus recursos „que les ha llevado a una deuda superior a los 70.000 millones de euros y a las peores calificaciones crediticias de las instituciones internacionales„ hace que la euforia desaparezca. Las deudas con farmacéuticos y otros tantos suministradores les acucian. De manera que Mas hace otra pirueta y exige al Gobierno del Estado que le financie sus deudas. Entonces aparece un personaje para ellos maldito, Montoro, que les hace morder el polvo, imponiéndoles condiciones para seguir prestándoles euros sin permitir ninguna veleidad independentista. Y tras echar espumarajos por la boca, el gobierno de la Generalitat acepta las condiciones.

Sexto acto. Nuevas elecciones autonómicas. Vuelta a empezar.

Las comedias bufas no tienen desenlace. Esa es una característica que ha distinguido a los independentistas catalanes desde hace demasiado tiempo. La historia continuará con Junts pel Sí y la CUP o con otros. Probablemente, todo quedará en agua de borrajas. Parecerá que nada de lo sucedido ha sucedido realmente. Los independentistas se retirarán a sus cuarteles de invierno y otros actores, ahora secundarios, entrarán en el escenario. Habrá que cerrar heridas, es decir, habrá que seguir haciendo concesiones a Cataluña: mayores competencias en educación y cultura, para que la intoxicación nacionalista continúe; ventajas fiscales que eludan la solidaridad interregional; y trato especial en instituciones internacionales.

La herencia histórica, según los independentistas, exige la desigualdad con otros territorios como presupuesto fundamental. Y esperarán a que de nuevo concurran circunstancias favorables que permitan la insurrección. Al final de todo, Ortega y Gasset tenía razón al escribir que había que sobrellevar el problema catalán, porque no hay solución en el horizonte.