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Matías Vallés

Las elecciones no se repiten

Rajoy es un converso a la aceleración de la ruleta electoral, después de haber reprendido a andaluces y catalanes por votar demasiado. Alargó la legislatura estatal más allá de lo recomendable, con la estupefaciente excusa de aprobar unos presupuestos que no le correspondían. Ante su fracaso victorioso del 20D, se proclama candidato de entrada a unas futuras elecciones. Este derroche de frivolidad conlleva la admisión de que su resultado no fue tan ganador como presume. La simetría con Cataluña resulta ejemplar. Partidos reacios a consultar a la ciudadanía, están dispuestos ahora a tomarse el pulso cada medio año. Todo antes que afrontar la retirada de Mas y de Rajoy, que simplificaría un acuerdo.

Las elecciones no se repiten. La cacareada estabilidad del sistema español no reside en el Gobierno de la lista más votada por encima de sus márgenes, sino en la garantía de que los gabinetes sucesivos han dispuesto al menos de tres años de ejercicio. Este margen se ha respetado con la sola excepción de las generales de 1977 y 1979, amontonadas por imperativo de la Constitución aprobada en el interín. Un golpe de Estado no alteró sustancialmente el calendario, las tribulaciones de González y Zapatero redujeron en un solo año la duración de sus Gobiernos. Tanto los dos presidentes socialistas habidos hasta la fecha como Aznar se resistieron a las tentaciones de adelantar los comicios, desatendiendo una circunstancia propicia para sus intereses. Resulta curioso que el presidente más egoísta haya sido el menos carismático, Rajoy de nuevo.

La estabilidad se halla muy sobrevalorada. El nada revolucionario Isaiah Berlin abogaba por el «equilibrio inestable», aparte de que el mejor ejemplo de pasividad es la muerte, solo unos peldaños más allá de la pasividad pregonada por Rajoy. Son los votantes inapelables quienes han decretado su aversión a las mayorías absolutas, y quién podría culparles a la vista del funcionamiento de la última. Amparado en la sabiduría de las multitudes, el electorado decidió que ningún partido pueda presumir de victoria ni ampararse en la derrota para eludir su pronunciamiento. Desde luego, no propusieron que todo siga igual, según pretende el inquilino en precario de la Moncloa. Es una opción complicada, pero no injusta si se repasa la trayectoria del actual Ejecutivo zombi.

Las mayorías hay que construirlas, antes de las elecciones con una campaña triunfal o después con una alianza afortunada. El pacto no surge de la fuerza, sino de la debilidad. Recomenzar el ciclo electoral no es una opción. Del blindaje de la campaña, durante la que no se transparenta ni una idea por imposición de los asesores, se migra al nudismo de los pactos. Por eso se contempla a Artur Mas quemándose a lo bonzo como un monje budista en su Tíbet semiindependiente. También Rajoy arde por dentro como santa Teresa, en su intento frustrado de arrastrar al PSOE del socialismo al panteísmo. Pese a su esfuerzo por sembrar miedos, ambos presidentes no logran transmitir su nerviosismo a un electorado confiado en su pronunciamiento.

Las piruetas de la matemática electoral desconciertan a los políticos implicados. Por ejemplo, la exigencia de la CUP para que Junts pel Sí cambie de candidato dista de ser irracional. Sin embargo, el empecinamiento inmaculado de la formación asamblearia contra Mas favorece a Rajoy. Los radicales pueden fingir que no entienden esta secuela, pero no pueden desentenderse de la metralla causada por su explosión. En el colmo, un peor resultado de Junts pel Sí hubiera favorecido la sustitución del presidente ya accidental de la Generalitat, y facilitaría la búsqueda de un candidato pactado. Las consecuencias inesperadas se transmiten a la esfera estatal, donde el PSOE refuerza al PP si permite la repetición de las elecciones.

Con cierta parsimonia, acabará por imponerse la evidencia de que la lista más votada no tiene garantizada la mayoría. Curiosamente, hasta el político menos dotado acepta esta insuficiencia cuando se traslada al lenguaje mercantil. Una participación importante no garantiza el poder ejecutivo ante la alianza de dos socios minoritarios. Rajoy acabará por comprender el drama de Mas, aunque el presidente del Gobierno no quiere el poder para ejercerlo, sino simplemente para evitar que lo ocupe otro partido con una perniciosa voluntad ejecutiva. Según la particular interpretación del candidato del PP, el PSOE debe aportarle graciosamente sus 90 diputados sin contrapartida alguna. Es una extraña manera de sumar diputados, aunque comprensible en quien ha manejado con igual ligereza los números de su mandato.

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