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Entre el "show" y la palabra

Constituido el pasado miércoles el nuevo parlamento español, hemos asistido a una profunda renovación del mismo, ya no tanto en los usos sino también en sus costumbres. Ese día confirmamos que si no muerto, el llamado bipartidismo -también considerado como ´los partidos del turno´- anda renqueante. Y que, como anunciaban los analistas, la conformación de una mayoría estable y duradera es un desiderátum dada la aritmética actual de escaños, aunque con todo, fue posible constituir el órgano de gobierno de la cámara y aún, en días posteriores, cederse senadores para satisfacer grupos camerales propios, un detalle de diplomacia parlamentaria.

Pero además de ello y ver muchísimas nuevas caras, mayormente jóvenes, entre esos nuevos diputados -los ´senatores hispanorum´ responden a una edad madura- lo que más llamaba la atención no solo era la vestimenta "casual" de los afiliados a Podemos, algunos tocados incluso que incitaron al chiste grueso de Celia Villalobos, sino el despliegue escenográfico de estos tan nuevos como novedosísimos jóvenes políticos, quienes esta vez sí deben haber dado la vuelta al mundo en instantáneas de televisión.

Pues de eso se trata, de televisión. Y no nos ha de extrañar ni debemos rasgarnos las vestiduras. Si los viejos políticos llevan años acompasando el horario -se dice timing- de sus mítines a la conexión en directo con los informativos de la tele, dejando al líder en su mejor momento para que pueda ser captado catódicamente, qué nos extraña de estos nuevos actores de la política que han dado el salto a la misma desde los platós de televisión, los suyos primero y los más capitalistas después.

Merece la pena que los expertos empiecen a interesarse por el tema ya que va muy en serio. Se trata de una amalgama de gestos, muchos de ellos aparentemente contradictorios, pero que responden al híbrido actual de las jóvenes generaciones. Y poco tiene que ver con Mayo del 68 o con las revueltas de Berkeley, los hippies o cualquier otro movimiento juvenil anterior, aunque por momentos pueda parecer que se les asemeja.

El fenómeno de ahora opera justo en sentido contrario: en el sesentayocho francés la gente salió a la calle con éxito, pero su intento de formalizar una alianza con la izquierda real -se decía clase obrera entonces- resultó un fracaso político en toda regla, con De Gaulle arrollando en las elecciones anticipadas a la Asamblea Nacional que provocaron las revueltas. El fenómeno Podemos, en cambio, transforma a personas desactivadas en protagonistas: abstencionistas, antisistema, postadolescentes, los llamados ninis -ni estudian, ni trabajan-? todo un mundo offpolítico pero online que se ha puesto en marcha. Esa es la genialidad de Pablo Iglesias y su gente cercana, haber despertado el lóbulo infrautilizado políticamente de la sociedad española.

Lo curioso es el tamaño de ese cóctel que mezcla o rebaja los ingredientes en función de la mejor estrategia, atento al mainstream. Nada debe sorprender, menos todavía que sean más pragmáticos que idealistas. Hemos pasado de la parafernalia bolivariana y el ascendente marxista-leninista a la transversalidad y la plurinación. Y seguramente no tardaremos en ver remansar mucho más la gestualidad y las palabras en la medida que estos chirríen ante la opinión pública. A veces basta con ir emitiendo tuits y comprobar el efecto y retorno de las ideas cocinadas.

Podemos no son las CUP, cuya fidelidad al asambleísmo anarquizante les va a costar muy caro, ni desde luego la Izquierda Unida de Alberto Garzón, tan de manual ortodoxo e inalterable sobre las virtudes del perfecto izquierdista. Más si cabe, Podemos es muy diferente a las mareas gallegas y, desde luego, al compromís valenciano aunque ahora sean única tripulación de conveniencia. Por lo que conozco diría, incluso, que el Podemos mediático que se nos muestra en flashes televisivos desde Madrid en bien poco se parece a los Podemos valencianos que firmaron el Pacto del Botánico, más discretos y gestores, menos teatrales.

El pasado miércoles, Podemos irrumpió en las Cortes españolas concelebrando, de hecho, una gran obra de teatro político. Descamisados, con coletas y rastas, puños en alto y lágrimas, con promesas que enfatizaban la lucha social, y por supuesto el carrito y el bebé de Bescansa, sobre el que se descargó toda la atención gráfica. La visualización del cambio fue obvia. La estética cogía al vuelo a la ética y se hacía un selfie.

Justo allí, en el recinto santificado desde la Revolución Francesa como el espacio de la palabra, desde cuyos púlpitos se han pronunciado los mejores discursos y toda la carga perlocucionaria de los grandes oradores, empezaba la nueva etapa de la nueva política, un show distinto, transmitido en directo también por los llamados programas maruja de Mariló Montero o Ana Rosa Quintana.

A fin de cuentas la escenografía siempre ha sido una cuestión muy política, incluyendo senados, balconadas y, desde luego, diadas. Solo que en estos momentos parece haberle sorbido todo el sentido a la palabra, aquella que, como dijo Montaigne, «es mitad de quien la pronuncia y mitad de quien la escucha». Ahora, en cambio, la miramos.

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