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Matías Vallés

Los votantes dan miedo

El 20D alumbró una nueva sociedad, ahora en busca de Gobierno. El embrollo postelectoral solo podían desatascarlo los votantes, que escogieron el menor de los males desde la misma jornada de urnas, cuando decidieron diversificar voluntariamente el riesgo. La fragmentación de los sufragios era preferible a la mayoría absoluta; es curioso que esta doctrina de inversión bursátil sea recomendada por los mismos mercados que se estremecen ante la hipótesis de Gobiernos no hegemónicos. El primer triunfo colectivo de los electores se centra en la propuesta de Pedro Sánchez, al margen de Mariano Rajoy. El secretario general socialista desmontó la sublevación de sus barones, desde el preciso instante en que invocó a la militancia.

Ni uno de los enemigos de Sánchez en el comité federal puede presumir de la libertad de movimientos que concede una mayoría absoluta. Los barones autonómicos y municipales han tenido que humillarse para suplicar un pacto. Con especial énfasis en el caso de Susana Díaz, a punto de encomendarse a alguna cofradía de Semana Santa con tal de mantener el control de Andalucía. Los gobernantes en ejercicio y en presunción añoran los tiempos en que los contribuyentes podían elegir cualquier color político, siempre que fuera gris. El desconcierto ante el mapa a estrenar explica el desvarío de Felipe González. En la versión del expresidente, España amaneció un domingo de diciembre con cinco millones de leninistas. Dado que el éxito histórico del PSOE se basó en haber domesticado al marxismo montaraz, su líder ancestral dispone de una atalaya inmejorable para explicarse la irrupción de Podemos.

Los votantes dan miedo, al haber recuperado una autonomía que era falsa porque se daba por supuesta. Los especialistas de la mercadotecnia, y de asignaturas tan inquietantes como Disponibilidad Mental, demuestran que la inercia compradora del consumidor es más poderosa que cualquier señuelo de una marca rival. Tiene mérito por tanto que PP y PSOE hayan espantado a sus irreductibles, que prefieren las vicisitudes del territorio inexplorado a someterse a un dueño. La infidelidad electoral no concederá tregua a los emergentes. Si no mantienen las premisas de su atractivo, Ciudadanos y Podemos correrán la triste suerte de populares y socialistas, solo que en ciclos de menor duración. Su primera prueba les exige acertar en la investidura de Sánchez, al margen de la dramatización en los prolegómenos. Si repiten el error de pensar que administran una confianza ciega, Albert Rivera y Pablo Iglesias están perdidos.

Santones como Aznar y González desprecian íntimamente a Rajoy y Sánchez, a quienes consideran ineptos para calzarse sus zapatos. Por desgracia, un político solo puede ser juzgado en su época. Si los fundadores del PP y del PSOE se arriesgaran hoy a someterse al veredicto de las urnas, obtendrían un resultado peor que Suárez cuando emprendió la aventura equinoccial del CDS. El problema no reside en que los actuales candidatos populares y socialistas superen en endeblez a sus predecesores, sino en que los votantes aventajan hoy en inteligencia al menú ofrecido por los partidos. El liderazgo político ha perdido sus ingredientes coactivos. La obligación de convencer a diario es una tarea titánica, hasta los deportistas de élite pueden permitirse un paréntesis de desfallecimiento en medio de la competición.

Los barones socialistas quisieron usurpar la decisión de los votantes, un comportamiento cuanto menos chocante en un partido que se situaba a la izquierda antes de desbordar a Ciudadanos por la derecha. En cuanto Sánchez invirtió la ecuación para conceder preeminencia a los militantes, los poderes fácticos se abalanzaron sobre el secretario general socialista al grito de populismo. En efecto, las elecciones son la suprema ceremonia populista, un encontronazo visceral entre los partidos y la sociedad. Cuesta localizar a un votante del PSOE que confiese su adicción, pero pocos de ellos comparten la hostilidad a Podemos que rezuman los líderes regionales del partido. En especial si el pacto conlleva la presidencia del Gobierno para los socialistas.

González tilda de arrogante a Iglesias, y a continuación descalifica a sus cinco millones de votantes. Al menos un millón de ellos votaron alguna vez al PSOE, y lo hicieron precisamente porque confiaban en el líder que rompió los moldes carpetovetónicos de la política española en los setenta. Por supuesto, los equivocados son los votantes, González sigue teniendo razón. ¿De qué si no viajaría en jet y yate privados?

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