Ya sabemos lo que quieren los decisivos poderes del Estado. Ahora falta saber lo que quieren los ciudadanos. Si es que lo tienen claro. Yo no lo sé. Lo que deseo yo, eso más o menos lo sé. En todo caso, algo se sigue de lo anterior: todos podemos estar equivocados. Incluso los poderes del Estado, aunque esto sea más dudoso porque ellos tienen muchos resortes para hacer realidad sus deseos. Yo no tengo ninguno. Supongo que, como la mayoría, observo esta obra de teatro y, como otros muchos, me reservo el aplauso final. Todo va a depender de cómo se escriba el guion, cómo se interprete el papel y cómo se esfuercen los actores en la larga representación.

Si nos hacemos la pregunta ahora de qué es lo que quieren los poderes supremos del Estado, la respuesta inicial es sencilla: una representación teatral larga con papeles estelares asignados a Rivera y a Sánchez. Si de ella sale un gobierno, bien. Si no sale, se habrán preparado las elecciones en el sentido que favorezcan el resultado que desea el Estado. La obra es de riesgo, pero las buenas comedias han de pasar por zonas de precipicios. En todo caso, en los próximos meses el protagonismo será de Sánchez y Rivera. Esto ha cogido con el pie cambiado al PP, porque ha descubierto con estupor que ya está desahuciado por importantes poderes del Estado. No debería sorprenderse. Sus merecimientos son ingentes. Primero, por la política de su líder, una mezcla explosiva de indolencia y provocación, que le ha aislado de todas las fuerzas políticas españolas. Su arrogancia, combinada con una indiferencia gandula, lo ha dejado solo. Los poderes económicos del Estado saben que pueden tener interlocutores políticos más fiables, como C´s, y se sienten tranquilos con Jordi Sevilla al mando.

Aunque si fuera solo eso, la cosa sería reversible. Bastaría otro líder y la farsa podría seguir igual. Pero los poderes del Estado están irritados con el PP porque a su incapacidad política hay que añadir la forma indigna de tratar su corrupción sistémica, todavía mayor que la del PSOE de Andalucía, y solo comparable a la de Pujol en Cataluña. Aquí un comentario. Será difícil de aceptar por parte del poder judicial del Estado que, mientras la hermana del rey se sienta en el banquillo y se somete a otras personas notorias a intenso control judicial, la clase política más corrupta desde los tiempos de Sila y Mario, la que pensó protegerse tras la complicidad con Urdangarin, se vaya de rositas en esta ocasión. ¿O es un azar que, al día siguiente de que Rajoy dé la espantada, la reina madre de Valencia sea rodeada en su castillo aforado y sus peones trasladados al juzgado? ¿Es todavía más un azar que un par de días después se reabra la causa de la eliminación de pruebas de la contabilidad B del PP, un asunto que apunta directamente a Rajoy?

No. Rajoy ha jugado la partida muy mal y ahora está al margen. Su posición era obscena hace mucho tiempo. Ahora ya está consumada su salida de escena. Falta que los extras que todavía decoran el plató vayan retirándose. Pues la inmensa mayoría de ellos, sin el prestigio del poder institucional, sólo servirían para echar las cortinas del cierre. Ahora debo decir algo elemental. El PP está en esa posición por la irrupción de Podemos, y en Valencia por la intensa actuación de Compromís. Lo que experimenta el PP de Valencia señala el futuro de lo que el PP español tendrá que hacer de una manera u otra. Esta es la obra por la que Iglesias merece reconocimiento histórico. Se trata de una obra que está más allá de todo tacticismo. Por eso nadie entendería que a estas alturas, Iglesias votara con Rajoy. La lógica de esta formación impone acabar la jugada. Sea cual sea al papel que desempeñe Iglesias en la función, debe contribuir a que el PP encare su futuro inmediato al margen del poder.

Muchos poderes del Estado se sienten cómodos con una representación en la que una generación nueva se viste con sus mejores galas. Iglesias, de manera simbólica, ha demostrado que sabe usar el esmoquin. Sin metáforas, ahora le corresponde contribuir a reformar este país. Y esta es la cuestión. En mi caso, que me emociono con Lutero cuando recomienda no fiarse jamás de un político, me planteo las cosas, como él, en términos de derruir las tres murallas de Jericó. Lo más urgente, el valor supremo, incondicional, es reformar la primera muralla, la ley Electoral. Con ella, habrá que reformar la Justicia y legislar una ley de trasparencia de la gestión pública. De forma más precisa: es completamente necesario organizar el sufragio lo más proporcional posible. Como no se puede tocar la circunscripción electoral, por imperativo constitucional, es preciso proponer un cupo de diputados nacionales que se repartan entre los restos nacionales de los partidos, hasta que todos los diputados tengan un valor aproximado en votos. Que los matemáticos investiguen la fórmula, porque no debe ser difícil.

Segunda reforma incondicional: la de la Justicia, y en los términos que aquí interesan, el nombramiento del fiscal general y el Consejo General de Poder Judicial. Puede haber muchas fórmulas. Una posible podría ser que el fiscal general fuera nombrado por el Parlamento (y cuando el Senado haya sido reformado, en sesión conjunta), que lo elegiría de entre una terna presentada por el Consejo General del Poder Judicial. Yo preferiría una elección directa en la que participasen todos los jueces, fiscales y secretarios judiciales de España. Pero en todo caso, nunca un fiscal al servicio del Gobierno.

Tercera reforma incondicional: proponer una ley de transparencia del gasto de las administraciones públicas, que obligue a presentar los contratos firmados, los gastos realizados y no solo en sede parlamentaria y en comisión, sino al público en general, en la red. La cuarta reforma incondicional sería la ley de partidos, que obligase a poner nombres y apellidos a todas las donaciones, que las limitase, que impidiese que la deuda de los partidos sobrepasase un límite, que impusiese primarias, y que exigiese una confección abierta de las listas por elección entre militantes y simpatizantes inscritos en censos excluyentes.

Esta es la primera muralla de Jericó. Si no se rompe, no se romperán las demás. Se trata de pactar unas reglas de juego comunes que den calidad a nuestra democracia. Y eso significa en España un mayor control del Ejecutivo. Todo el mundo sabe desde Cicerón cómo funciona la libido dominandi. Con las leyes españolas en la mano, no me fiaría del Ejecutivo ni aunque el mismo san Juan Bautista lo presidiera. Cualquier gobernante que no tenga como aspiración democrática cambiar las leyes actuales, para mí no es de fiar. Conceden un poder tan extremo al Ejecutivo y al jefe del partido, que nadie en su sano juicio, por poco que conozca la naturaleza humana, aceptaría que las manejara ni su mejor amigo. Así que lo que deseo es que el próximo gobierno no se considere un gobierno «normal». Sólo debe tener una misión: derribar la primera muralla de Jericó y cambiar los fundamentos de la arquitectura constitucional, para luego emprender una segunda oleada de reformas con una representación política más madura y eficaz.

Desde luego, ese gobierno provisional debe intervenir en cuestiones de urgencia social. Debe estabilizar la legislación anti-desahucios, mejorar el salario mínimo, las prestaciones de desempleo, derogar algunas leyes educativas, mejorar las líneas de crédito a cooperativas y pequeñas y medianas empresas. Pero con los mimbres que tenemos actualmente, no se puede ir más allá a la hora de cambiar la constitución económica de España ni la relación entre el poder económico y el político, que es la segunda muralla de Jericó. Esta, junto con la tercera, la plasmación de una reforma constitucional, deberá esperar a la siguiente legislatura. Pero mientras que no cambie el primer cinturón de defensa de la España antigua, no se podrá salir de lo que Errejón ha llamado un «empate catastrófico», en realidad un eufemismo. Pues no es un empate. Las fuerzas que quieren empezar las reformas son una inmensa mayoría (más de doscientos diputados), y la catástrofe es que no se pongan de acuerdo para iniciar los cambios.

Primero, acordar las reformas; después, elecciones con reglas nuevas. Cataluña debe entender que en la situación actual no se puede resolver su problema. La vieja Convergència también estará interesada en un nuevo tiempo de reformas, antes de emprender el núcleo rocoso de la cuestión, porque ella también debe regenerarse como el PP. Así que todos los problemas podrán ser abordados con una lógica democrática más seria si nos damos algo que toda sociedad ilustrada y reflexiva merece: tiempo. Pues el tiempo es la condición básica del análisis adecuado de los asuntos. En suma, nadie debería desear gobernar con las reglas de juego arcaicas actuales, hechas a la medida de un Estado administrativo y paternalista, basado en el secreto y el arcanum.

El Estado querría un imposible si deseara un gobierno bipartito de C´s y PSOE, pero si le da unos meses de protagonismo a esta opción, confía en que en las próximas elecciones ambas formaciones puedan estar cerca de la mayoría absoluta. Si esto sucede, estas dos fuerzas maquillarán algunos elementos del sistema político español, que el PP se tendrá que comer, pues habrá perdido la mayoría de bloqueo. Pero Podemos también perderá la oportunidad de influir a la hora de reformar en serio la carcasa de acero del actual estado de cosas. Si mantiene su táctica actual, Podemos aparecerá instalado en la periferia del sistema, en la que Iglesias se ha colocado con su modelo de negociación. Será cuestión de tiempo que sea la nueva IU de un nuevo sistema que él no reformó. De seguir con su estrategia de no hablar a tres bandas, cumple la hoja de ruta de exclusión que han programado y previsto los poderes hostiles a su formación. Sus votantes, a los que debe identificar mejor, le exigen aquí y ahora que con sus votos se reforme el primer cinturón de hierro del Estado. Por eso Iglesias debe implicarse más en opciones constructivas y no dar la impresión de que comparte estrategia con Rajoy. Asaltar el cielo es muy fácil. Por lo general basta con un psiquismo rígido y acelerado. Lo verdaderamente difícil es la toma de tierra. Eso exige adaptarse a la flexibilidad del terreno y asumir riesgos con valentía, y con un sobrio y pedagógico liderazgo.