Ortega y Gasset escribe en su manuscrito póstumo «Origen y Epílogo de la Filosofía» que lo que conviene hacer es evitar el capricho. El capricho, añade, es hacer cualquier cosa entre las muchas que se pueden hacer. Inspirarse para actuar en un antojo, en lo extravagante que se toma como algo original. A esto se opone el acto y el hábito de elegir. Elegir, del latín eligo, es recoger lo valioso y desechar lo inútil, apostar por lo bello y renunciar a lo feo. Y de esa raíz también proviene eligentia y elegantia. De estos vocablos procede, a su vez, inteligencia (intellego): capacidad de discernir, entender, comprender, darse cuenta. En una palabra: leer, escrutar, saber escoger. Por eso, Ortega dice que la ética es elegancia. Y elegante es aquella persona que sabe „y escoge, porque entiende, sabe leer„ lo que hay que hacer, y decir lo que hay que decir; en cada momento, en cada circunstancia.

La zafiedad que nos circunda, y nos sacude, procede, en el fondo, de una cierta mentecatez, falta de inteligencia. No saber estar en lo que hay que estar. Difícil cuestión cuando lo que se prioriza es el éxito, y no importa mucho el modo de conseguirlo. Hemos dejado que los simples y los necios nos engañen con sus pueriles mentiras y sustraigan el discurso de lo verdadero; y lo peor, que traten de convertirnos, como ellos, en escépticos, sin saber muy bien lo que hacer. Es cierto que muchas veces no acertamos a actuar porque no sabemos las cosas con certeza. Porque juzgar con verdad es cosa difícil.

Pero, como fustiga Ortega, lo peor que nos puede pasar es que aceptemos como hecho consumado que es fácil caer en el error „¡errar es humano!, decimos con ingenuidad, patente de corso para no corregirse„, pues no deja de ser una frivolidad el que nos parezca que el error es cosa doméstica, de cada día, disculpable. Porque el escéptico pretende hacernos creer la imposibilidad de lo mejor; y se abandona en un dejarse ir, vagabundeando de minuto en minuto, en una pura desidia. Ya no hay conductas nobles, nos insinúa pedantemente; y usa argumentos diseccionados, enjabonados y aguzados contra la verdad, como lugares comunes de alcanzada sabiduría de los hombres. Vanidad de vanidades. Contumelia contumaz con la que se justifica y trata de embaucarnos, como si fuéramos bobos.

Nuestro ámbito cultural ha desacreditado la verdad. Y eso significa liquidar siglos de buenas maneras. Ahora se puede robar a manos llenas (y que no te pillen); y se puede mentir con la boca embutida de embustes. Entonces la desconfianza se apodera y nos ponemos en vanguardia porque el otro, seguro, nos quiere engañar. Nada está escrito; y, por esto mismo, hay que descubrir a los tramposos y afirmar con rotundidad que los demás esperan de mí la verdad, al menos, la que importa: mi rectitud y mi profesionalidad.