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Teresa Domínguez

En el nombre de la seguridad

Yo tengo un iPhone. Cierto que un obsoleto y ajado iPhone 4 (así, a secas) con amenazas cada vez más frecuentes de apagado tecnológico por mor de la programada desactualización, pero un hijo de la manzana mordida al fin y al cabo. Con todo lo que ello representa en términos de resistencia (dónde estarían ya otras tecnologías después del durísimo e ininterrumpido uso sufrido durante estos cuatro años y medio), solidez, eficacia, diseño y, por encima de todas las demás características, seguridad. Sabía que me podía fiar de ese pequeño pedazo de plástico, aluminio y cristal pegado a mi mano y conectado a mi cerebro día y noche, pero desconocía que simbolizase la quintaesencia de la seguridad, la informática, y ahora también la ciudadana.

La batalla legal que enfrenta al imperio del difunto Steve Jobs con el todopoderoso FBI es mucho más que una cuestión jurídica en el país de las disputas judiciales elevadas a diatriba metafísica. Tras la mediática lucha subyacen dicotomías que la hacen especialmente atractiva y preocupante a partes iguales.

El fondo de la cuestión es destripar o no los datos almacenados en el iPhone de Sayed Farouk, uno de los presuntos terroristas que el pasado diciembre mataron a 14 personas e hirieron a 20 en San Bernardino (California, EE UU). Un error ya reconocido por el director del FBI, James Comey, (un agente federal bloqueó el terminal al tratar de restablecer la contraseña para el almacenamiento de datos en la nube iCloud) es el origen de la demanda judicial para obligar al gigante tecnológico a crear un programa que permita piratear su propio sistema de seguridad, su sanctasanctórum ante sus clientes.

Apple se niega porque, afirma, ese software para neutralizar el sistema que borra los datos de cualquier iPhone si se introduce hasta diez veces una clave errónea supondría poner en riesgo no la protección de ese teléfono, sino la de los cientos de millones activos en todo el mundo. Y Tim Cook, director ejecutivo de Apple, ya ha dejado claro que ellos no van a dar ese mordisco a la seguridad por mucho que una juez federal haya atendido la demanda del FBI y ordenado al fabricante del teléfono que se pliegue a los deseos de la oficina de investigación.

La pugna es mucho más profunda porque encierra debates que trascienden el caso concreto. Es, ciertamente, la reiterativa contraposición entre seguridad individual y seguridad pública, entre libertad y seguridad, en definitiva. Pero también, entre seguridad física, la que invoca quien dice buscar únicamente evitar nuevos ataques en nombre de la Yihad, y virtual, a la que apela quien defiende que crear esa puerta trasera para dormir definitivamene al «perro guardián», como lo llama Comey, es dejar desnudo el derecho a la intimidad de cada usuario de un iPhone. Y es, por supuesto, medir cara a cara el poder de una multinacional con el de la nación más poderosa de la tierra. Empresa contra Estado.

En medio, al más puro estilo del ring democrático, la juez Sheri Pym, que debe volver a pronunciarse sobre si la amenaza yihadista y la sacrosanta seguridad nacional bien siguen valiendo violar unas cuantas intimidades, o si da marcha atrás y hace prevalecer las libertades individuales (y empresariales), como hizo la semana pasada un juez en Nueva York en otro caso FBI versus Apple, eso sí, este por narcotráfico, que dista mucho de tener el predicamento atormentador del terrorismo. Se aceptan apuestas.

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